Era una noche fría. Por aquel entonces yo debía tener unos quince años. Esa noche fue la primera vez que lo vi.

Todo estaba solitario, no había ni un alma en aquel prado. El suelo estaba cubierto por una ligera capa blanca. Nevaba. Mi familia y yo acabábamos de llegar, huyendo de algo que desconocía. Mi padre estaba alterado y alerta, observando cualquier movimiento que pudiera haber por entre los árboles. Mis tíos, por su parte, estaban tan asustados que eran incapaces de pronunciar palabra alguna. Se encontraban recobrando el aliento sentados en dos piedras.

La luna brillaba en lo alto del cielo, lo que indicaba que habíamos llegado a la media noche. Yo no sabía qué hacer: ¿debería estar asustada? Pues no lo estaba.

El cielo empezó a teñirse de naranja. ¿Por qué? Era de noche, no entendía el porqué de esos destellos cálidos, hasta que escuché un ruido, semblante al de una explosión. Observé la expresión de mi padre, estaba horrorizado. Mis tíos se habían levantado y observaban el bosque con la misma expresión de terror. ¿Pero qué diablos pasaba? ¿Y por qué nadie me lo decía? ¡Ya era bastante mayorcita!

Tras nosotros, apareció un perro negro. Yo fui la única en darme cuenta, ya que mi familia estaba con la mirada fija en el bosque. Lo observé durante bastante tiempo, hasta que detrás del animal aparecieron otras personas. Nos hicieron señas para que nos acercáramos, así que llamé a mi padre y a mis tíos -quienes giraron la cabeza para mirarme- y les señalé a los extraños.

Cuando nos preparamos a irnos, empezaron a caer del cielo una especie de mini-granadas, provocando pequeñas explosiones por todo el prado. Corrimos lo más que pudimos, adentrándonos en el otro lado del bosque.

De un momento a otro, ya no veía a mi familia y empecé a asustarme. No sabía dónde estaban. Paré en seco y busqué por mis alrededores, esperando verlos llegar por algún lado. Pero no llegaron. De repente, un chico tiró de mí, provocando que tropezara. Supongo que me gritó algo como: «¡Muévete, tu familia está bien!», porque mis piernas respondieron enseguida.

Llegamos a una especie de rascacielo, del que no se veía el final de la altura que tenía. Caminamos al interior. La entrada parecía haberse quedado estancada en la época antigua. Todo era de madera: la barandilla, las escaleras que subían a los pisos superiores, los muebles… Del techo colgaba una lámpara de araña, y el suelo estaba cubierto por parqué.

Subimos unos cuantos pisos y entramos en un apartamento. No lo vi bien dado que estaba poco iluminado y no pasamos mucho tiempo ahí. Alguien se acercó a mí.

– Te queda poco tiempo de vida -me susurró una voz siseante-. Para salvarte necesitas la ayuda de un animal.

– ¿Qué? -murmuré desconcertada. ¿Qué demonios quería decirme?-. ¿Un animal? ¿Qué animal?

– Eso debes descubrirlo por ti misma.

Se alejó de mí. Miré a mi alrededor, y solo había animales. ¿Dónde estaban todos?

– Y ahora -dijo aquella voz, de espaldas a mí-. Debes buscar al animal que te salvará la vida -terminó y, para mi sorpresa, se transformó en un hermoso lobo de pelaje marrón.

Ese fue el momento en que lo comprendí. Aquella familia tenía el poder de transformarse en animales. Entonces pensé en el perro que había visto en aquel prado. Seguramente sería uno de ellos. Busqué con la mirada, pero no lo encontré.

Salí del apartamento y toqué la puerta del que había frente a mí. Nadie me contestó a pesar de que la puerta se abrió. Penetré en la estancia. Ésta estaba más iluminada que el otro apartamento, y pude distinguir mejor las cosas. El salón -fue la única sala que vi- estaba iluminado por la tenue luz de una lamparita de mesa, situada sobre una mesita que había en la esquina, junto a un sillón a rayas. En la habitación también había una mesa de comedor alargada. Paseé por su lado y me asomé fugazmente a otras estancias. No había nadie, ni siquiera un triste animal.

Salí y seguí subiendo por las escaleras de madera. Toqué en cada apartamento que veía y, como en el primero, la puerta se abría pero no había nadie en la sala. Hasta que llegué a uno en el que, como los demás, había una mesa de comedor alargada. Pero no igual a las demás; ésta, sin embargo, tenía encima un jarrón con unas flores silvestres, y entre ellas había un sobre.

Lo cogí y me senté en el sillón. Lo abrí y de él salió un holograma de un chico. Tenía el pelo castaño oscuro, y las manos en los bolsillos del pantalón. Me miró y me dijo algo, pero yo estaba demasiado embelesada con su atractivo como para escucharle. El sobre se cerró. Lo volví a abrir para oír lo que me decía, y esta vez lo escuché de espaldas.

– El animal que puede salvarte la vida es una rata.

Me giré de inmediato. El holograma me sonrió y el sobre se volvió a cerrar. ¿Una rata? ¿Qué diablos debía hacer con ella? ¿Comérmela? Además, había otro contra a todo esto: aun no sabía si era cierto que me moría.

Cogí el sobre y me lo guardé en el bolsillo del abrigo. Salí del apartamento. Todo esto parecía un acertijo. ¿Ratas?

El edificio era inmenso, no sabía cuántos pisos llevaba; pero sabía que eran muchos. Cada apartamento era igual al anterior, pareciera que eran fotocopias. Pronto me cansé de entrar en ellos. Me senté en la escalera y volví a sacar la carta. La abrí y el holograma apareció de nuevo ante mí. Tenía muchas preguntas, pero solo me interesaba la respuesta a dos de ellas: ¿Quién era ese chico y por qué me ayudaba? Y ¿Qué tienen que ver las ratas con esto?

Escuché un ruido procedente del apartamento que tenía enfrente. Cerré el sobre, lo guardé y me levanté de los escalones. Me acerqué a la puerta -ya abierta- y entré. Aquel apartamento era muy diferente a los demás: había muebles patas arriba y rotos, bolsas llenas de basura, cristales rotos… Me adentré más aún, y vislumbré varias montañas de desechos. Escudriñé la estancia buscando lo que no quería hallar: las ratas. Porque, si había basura, también podría haber ratas. Miré por la ventana, ya había amanecido. Volví la vista a la basura y las vi. Había varias ratas peleándose por un muslo de pollo. Intenté acercarme, pero se volvieron hacia mí enseñando los dientes. Eran parecidas a perros si te les acercas cuando están comiendo. Pero al alejarme me siguieron. Parecía que querían matarme.

– Se supone que tenéis que salvarme, no hacer lo contrario -dije con sarcasmo, y mi espalda golpeó el marco de una puerta. ¿Cómo había llegado a adentrarme tanto en el apartamento?

Me asusté y corrí a la ventana. Intenté abrirla y, al hacerlo, deseé cerrarla. En ella apareció una anaconda. Estaba apunto de atacarme, no tenía escapatoria. Las ratas por un lado y la anaconda por otro. Estaba acorralada.

Pensé en el chico del holograma. ¿Me habría conducido allí solo para matarme? ¿No me había dicho que las ratas me ayudarían? Me sentía una completa idiota al haber creído que era cierto. Cuando me disponía a rendirme, apareció.

Un perro entró en el apartamento. Lo reconocí enseguida: era el que había estado en el prado. Supuse que si me había encontrado era porque ese perro era inteligente, así que le hice señas para que se fuese. No quería que le pasara nada. Pero el animal hizo caso omiso a mis gestos. Se acercó a mí e hizo algo que no esperaba: se transformó.

El humo me nubló la vista, y me costaba distinguir la silueta que se formaba en él. Cuando se disipó, lo observé claramente: ¡Era el chico de la carta!

Las ratas le dejaron pasar, no sin antes lanzarme miradas reprobatorias, parecía que era yo la que las enfadaba. El chico se acercó a ellas, cogió una y le hizo un corte en el lomo. Cogió una copa de no-sé-dónde, y vertió la sangre de la rata en ella. Me la ofreció y me dijo, firmemente:

– Bebe.

Negué con la cabeza y la giré. En la ventana, la anaconda observaba al chico con la cabeza agachada, en señal de respeto.

Él me cogió la mano y me puso la copa en ella.

– Bebe -repitió.

– ¿Pretendes que lo haga? -ante su asentimiento, volví a negar-. ¿No hay otra forma más sencilla, o… menos asquerosa que eso?

Le señalé la copa mientras se la devolvía. El chico la tomó y me dio la espalda. Parecía que tenía un dilema interior. Cuando se giró hacia mí, me miró con una expresión enigmática.

– La hay.

– ¡Bien! -exclamé-. ¿Podemos probarla?

Él volvió a darme la espalda. Vi que hacía algo, pero no supe qué era. Al girarse, dejó caer la copa -vacía, para otra de mis sorpresas- al suelo, y me sujetó fuertemente de la cintura, apretándome contra él. Me levantó el mentón y estampó sus labios contra los míos. Otra sorpresa a la caja de las sorpresas de esa noche.

La sangre de la rata pasó de su boca a la mía. Al final lo había conseguido, había conseguido que tomara la sangre. ¡Pero de qué manera!

La sensación de la sangre bajando por mi garganta y sus labios posados en los míos era entre emocionante y genial, y terrible y asquerosa.

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