La magia de ser especial

La magia de ser especial

Ojos grandes, marrones, con un leve tono verdoso, labios carnosos y uno sesenta de estatura. Su cabellera marrón caoba terminaba en tirabuzones que casi rozaban el límite de su espalda.

Así era Iratxe. Alocada, inquieta, descarada y algo visceral. Una chica peculiar, capaz de enamorar a cualquiera que se detuviera un segundo a observarle el alma. Siempre dispuesta ofrecer su mano a sabiendas que optarían por agarrarle el brazo.

Como cada mañana, con apenas un café en el estómago y una sonrisa en el rostro, giraba el pomo de la puerta de su casa para salir a la calle y enfrentarse a una rutina que iba amando con más intensidad, cada vez que despuntaba un nuevo día.

Ese amanecer, coincidió a pocos metros de la entrada con Izan. Un chico fornido, de ojos saltones y cabello rapado. Su constitución y polivalencia le hacían apto para cualquier deporte, algo que le entusiasmaba desde que tuvo uso de razón. Todos lo definían como un joven aventurero, intenso y apasionado por la vida. Por contra, su inestabilidad emocional había provocado en varias ocasiones amagos de ruptura con Iratxe, su pareja desde hacía ya cinco años. Izan se había estrenado, tres semanas atrás, como guardia jurado en turno de noche y ese era el primer día que se encontraban en el intervalo de tiempo en el que ella empezaba el día y él lo terminaba. Pocos tienen la suerte de tener un empleo que complemente su pasión o, incluso, la incremente. Esta tampoco sería la situación de Izan.

—Buenas noches cariño— susurró Iratxe. Le abrazó y le dio un dulce beso en sus voluptuosos labios. —Te quiero— le dijo. Y se alejó hacía su coche para ir al trabajo. Él le respondió con otro tímido te quiero, más propio de una obligación que de un deseo. Ella, no quedó impasible ante tal reacción y se marchó absorta en sus palabras. «Algo pasa», pensó. No era la primera vez que notaba reacciones anómalas en las últimas semanas. Pero una vez más, se tachó de paranoica auto convenciéndose de que todo sería producto de sus inseguridades. «Estará cansado», se dijo. Y de esa forma, zanjó el tema, arrancó su Ford Fiesta y se dirigió hacia el centro cívico.

Estacionó un par de manzanas antes de llegar al destino. Aparcó y bajó del auto para encontrarse con su amiga Nekane. Ambas se conocían desde la guardería y habían manteniendo una bonita relación de amistad desde entonces. Esta, trabajaba en una empresa de telefonía, cerca del centro cívico y, desde hacía unos años, habían adoptado la costumbre de desayunar juntas antes de empezar la jornada laboral. Nekane era una persona algo brusca y, quizás, demasiado directa a la hora de expresar sus pensamientos. Su baja estatura y su dificultad para pronunciar la R había sido la comidilla entre sus compañeros de colegio durante su infancia. Aun así, había ido recuperando su autoestima con los años y mantenía en pie su gran corazón, aunque a veces, su frialdad a la hora de expresarse pareciera decir lo contrario.

—¡Buenos días Nekane!— le preguntaba mientras le daba un beso en cada mejilla—. ¿Mejor del constipado?

—Sí, mucho mejor. Me ha venido bien este fin de semana de descanso. ¿Y tú? ¿Has pasando un buen fin de semana?—.

Acto seguido se sentaron en la mesa del bar y pidieron dos cafés cortados.

—Genial. He descansado mucho y he aprovechado para salir a comer con Izan. Aunque sigo algo preocupada por Ainhoa. Está teniendo un comportamiento raro estas últimas semanas—

—Tus alumnos no son normales, ya lo sabes. No puedes llevarte sus rarezas a casa. ¡Lo tuyo es pura vocación!— y acto seguido se echó a reír.

—Sí son normales. Para mí, simplemente, son especiales— respondió con tono airado.

—Son personas discapacitadas Iratxe—

—Hay muchas personas con discapacidades en su forma de pensar y no se les tacha de discapacitados porque supuestamente son “normales”— aclaró haciendo un gesto de entrecomillado.

—Ya me entiendes— respondió Nekane con resignación. Como si no fuera la primera vez que discutían sobre ello.

Realmente, no lo era.

Iratxe trabajaba, desde poco antes de acabar los estudios, en un centro cívico, dando clases a personas especiales, tal y como las definía ella. Algunas tenían síndrome de Down, otras Trastornos del Espectro Autista y, en otros casos, ni siquiera sabían con exactitud la singularidad que sufrían.

Esa mañana, Ainhoa volvió a tener un comportamiento habitual. Había dejado atrás sus cambios de humor y se comportaba con naturalidad. Parece ser que una discusión con su madre la había tenido absorta de las clases y, por fin, se había solucionado. Sus enormes ojos repletos de verdad y su sonrisa rellena de positivismo habían hecho que Iratxe se encandilara de ella desde el primer día que cruzó la puerta de clase. Fue un día divertido en el que hicieron un taller de cocina, aprendiendo a hacer cupcakes y hablaron largo y tendido sobre la importancia de adquirir cultura mediante la lectura, leyendo fragmentos de diferentes obras. Iratxe se marchó del centro feliz, un día más, por dedicarse a lo que siempre había querido y ver como ese amor era recíproco por parte de su alumnado.

Fueron pasando los días. Cafés tempraneros con Nekane, momentos de regocijo con sus alumnos y situaciones tensas con Izan que, cada día más, presagiaba pasar algo entre los dos, aunque Iratxe, no fuera capaz de saber de qué se trataba. Había aprovechado en más de una ocasión para preguntarle y solo recibía una rotunda negativa y una discusión que cada vez se hacía más intensa.

Una tarde, Iratxe volvió a casa más pronto de lo normal. Había olvidado que le habían concedido la tarde libre y era su compañera, la que iba a ocupar su lugar el resto del día. Era una oportunidad perfecta para pasar una tarde tranquila con Izan y poder recuperar ese amor que, al parecer, se había ido apagando con el paso de las semanas.

Al abrir la puerta escuchó ruidos pocos habituales en la habitación y se apresuró a ver qué pasaba. Izan había sufrido de ansiedad los últimos meses y, temblorosa de miedo, corrió para asegurarse que todo estaba bien.

Y ahí estaba ella, una mujer rubia, de labios gruesos y piernas largas, todavía con la falda a medio subir; pasando a ser desde ese preciso instante, una protagonista más de conversaciones en bares sin nombre que debatirían sobre la culpabilidad o no del cómplice en una infidelidad. Izan estirado en la cama, paralizado por la situación, no fue capaz ni siquiera de articular palabra. Iratxe, sorprendida y aturdida, entendió el comportamiento de este durante las últimas semanas y tan solo una mirada de decepción precedió su salida por la puerta. Nadie salió tras ella.

Una de las cosas malas que tiene la vida es que jamás se detiene. Ni si quiera cuando más lo necesitamos. La rutina la esperaría al salir el sol y ella, no dejaría de ser imprescindible en ella.

Rota de dolor, se dirigió a casa de sus padres y tocó el timbre.

—¿Qué haces aquí, cariño?— preguntó su madre sorprendida.

—El calefactor se ha estropeado. Vengo a ducharme y pasaré la noche aquí. Hace mucho frio en casa—.

Entró en su antigua habitación, deshizo la cama que tanto le recordaba a aquellos años en los que su madre la arropaba con dulzura todas las noches de su infancia, y se acostó. Apenas pudo pegar ojo esa noche.

Su madre sabía que algo no iba bien. Pero una madre conoce tanto a una hija como para no hablar del tema, tan solo con mirarla a los ojos. Ya se lo contaría ella, fuera lo que fuese, cuando creyera oportuno.

A la mañana siguiente Iratxe se dirigió directamente al centro cívico. Nekane le había propuesto posponer el café a la tarde, ya que, a primera hora tenía una reunión concertada con su supervisora. Ese día, tocaba clase de historia y, mientras Iratxe empezaba a introducir como se desencadenó la primera guerra mundial a modo de cuento, Ainhoa la interrumpió:

—¿Qué te pasa Iratxe?— La llamaban por su nombre de pila. Una petición que había demandado ella el primer día de clase.

—Nada. ¿Qué me va a pasar?— respondió sorprendida.

La clase siguió con normalidad hasta que, de nuevo Ainhoa la interrumpió.

—Iratxe, ¿qué te pasa?—

—Nada, sigamos con la clase Ainhoa— respondió ella.

Esta situación se fue repitiendo durante la mañana, hasta que Iratxe no pudo más:

—Ya está bien Ainhoa. ¿Por qué me tiene que pasar algo?—

—No te brillan los ojos como siempre— respondió Ainhoa con angustia.

Al salir, Iratxe se reunió con Nekane, tal y como habían quedado a primera hora de ese mismo día. En esta ocasión, pidieron dos cafés con leche y charlaron durante dos horas. Sobre todo Nekane, que le explicó cómo había ido la reunión con su supervisora y qué planes tenían para ella durante los próximos meses. Iratxe se dedicó a escucharla atentamente, opinando cuando le pedía opinión y felicitándola siempre que podía por los logros que estaba consiguiendo. Se sentía feliz por ella y, a la vez, seguía derramando lágrimas a borbotones por dentro. En ningún momento, Nekane percibió ningún cambio en Iratxe. Cuando dieron las ocho en punto, decidieron irse, se dieron un beso en cada mejilla, un abrazo y se dijeron adiós. Como hacían cada mañana, todos los días.

«Discapacitados…» recordó Iratxe con ironía, mientras se alejaba del lugar.

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