Me encuentro en mitad de una selva desconocida. Flores del tamaño de coches, infinitas tonalidades de verde, sonidos enigmáticos que se mezclan en una sinfonía vital. Avanzo machete en mano hacia una cabaña donde me espera algo que deseo mucho, aunque todavía no sé de qué se trata. No tengo sensación de peligro, ni necesito esforzarme para cortar los tallos de los arbustos que parecen flotar a mi alrededor: se desvanecen ante el roce del machete. Camino sobre un tapiz de hierbas que me acarician las plantas de los pies. Los insectos se oyen, pero no se ven. Una bandada de pájaros de colores brillantes emprende el vuelo en el tejado de la cabaña en cuanto detecta mi aparición.

7.13. Suena el despertador. No hay tiempo que perder. Ni siquiera puedo recrearme unos minutos en el agradable viaje onírico, que se desvanece al chocar contra la rutina diaria. Hoy toca reunión con el jefe, así que debo ponerme traje y corbata. En la selva estaba totalmente desnudo.

La reunión ha sido un desastre. Las ventas han descendido un 9% y el jefe lo atribuye al Departamento Comercial, es decir, a mí. Imposible convencerle de que el producto se ha visto superado por la competencia. He tratado de tontear con una compañera en el descanso. Quería proponerle una cena y apenas he conseguido invitarla a un cigarrillo. Solo tengo ganas de acostarme y olvidar la jornada.

La cabaña está hecha de madera, con el tejado de paja. No es más grande que la habitación donde duermo. Sin embargo, su interior contiene promesas infinitas. Se me antoja el lugar más inviolable del mundo. Ni siquiera la amargura puede penetrar en ella.

Arrojo el machete en cualquier parte: no voy a necesitarlo. Al acercarme a la puerta, esta se abre con la misma eficacia que las puertas automáticas del supermercado, pero con más dulzura. Una mujer de piel morena que parece sacada de un cuadro de Gauguin, desnuda como yo, me espera sonriente y me invita a sentarme en una silla de bambú, junto a una mesa circular donde reposa un cuenco con una bebida azulada.

Mi ex mujer me ha llamado por la tarde, cuando aún estaba intentando colocar esta mierda de producto cuyas ventajas competitivas solo existen en mi folleto de ventas. Dice que este fin de semana tampoco podré ver a mis hijos. Tienen entradas para el nuevo parque de atracciones y, por supuesto, la posibilidad de ir juntos ni se contempla. Me miro en el espejo del cuarto de baño y me veo más calvo y gordo que la semana pasada. La báscula no termina de confirmar mis sospechas. Quizá se trate de una mentira piadosa.

Dentro de la cabaña hay figuritas de animales inventados: jirafas con cabeza de león, elefantes con pico de jilguero, cebras con rayas pintadas como el arcoíris. De pequeño me encantaba dibujar seres imaginarios. Sin demasiada originalidad, he decidido llamar a la mujer Sol. Nos sentamos a la mesa. Su pelo negro, adornado con flores de colores brillantes, se derrama hasta casi tocar el suelo. Sonríe con tanta facilidad como si nunca hubiera conocido la tristeza. Su busto de pezones afilados me apunta con la determinación de una flecha. Su voz no es humana, sino la más bella prolongación del canto de los pájaros. Levantamos nuestros cuencos y brindamos con una felicidad genuina, inexplicable. El sabor de la bebida azul no decepciona, similar a un mojito pero más embriagador y con más peso en el paladar.

He estallado. El producto es una porquería. No puedo seguir abusando de la estupidez de quienes todavía no se han pasado a la competencia. Si esto sigue así, voy a acabar prostituyéndome para vender algo. Reclama a los diseñadores o a los ingenieros y déjame en paz. El jefe me ha mirado asombrado, no por mis palabras sino porque me hubiera atrevido a hablarle así, y me ha mandado para casa. Me pregunto si el sueño continuaría con una siesta o si deberé esperar a la noche.

¿Qué hago atrapado en este ascensor rodeado de cerdos? No, yo quiero volver a la cabaña, con la mujer que escapó de un cuadro de Gauguin para alegrarme la vida. Este no es el sueño que deseo. Por favor, pónganme otro.

Ahora no puedo dormir. Por culpa de esa sucia siesta me ha alcanzado el insomnio. Necesito otra ración de selva, bebida y Sol. Sin este aliciente, ¿cómo soportaré el día a día?

El jefe me ha citado en su despacho. He pensado en lo que dijiste y he llegado a la conclusión de que eres un imbécil. El producto es el mismo que antes duraba menos que un caramelo en la puerta del colegio. Cállate, me la sudan tus problemas personales. Sal a la calle y vende el producto o no vuelvas por aquí, ¿entendido?

Por fin he regresado a mi oasis. La bebida azul debe de ser afrodisíaca. A cada trago noto crecer la ambición de mi pene, como si los atractivos de la mujer no fueran estímulo suficiente. Sol se da cuenta de mi erección, se levanta y me hace un gesto para que la siga fuera de la cabaña. Se adentra en la selva y yo corro detrás. Podría escaparse fácilmente, pero desea que la capture. Por fin la atrapo lanzándome en plancha sobre su melena interminable. Rodamos por el suelo, reímos, nos besamos. Me dispongo a penetrarla cuando…

¡Maldita sea! El placer no volverá a interrumpirse de ese modo. Prefiero llegar tarde al trabajo, no llegar incluso. Arrojo el despertador a la basura y me encamino a la oficina con la única ilusión de que termine el día y comience la noche.

***

Ya no sé si son peores los días grises o las noches en blanco. El insomnio juega conmigo y, cuando logro dormir, no recuerdo nada de lo soñado. Trato de masturbarme con la imagen de Sol, pero la deslumbrante claridad de su rostro y el portentoso espectáculo de su cuerpo no traspasan el universo onírico. Además, si gasto energías antes de tiempo tal vez luego no responda como es debido en la selva. O acaso, si mancillo su recuerdo sin permiso, me castigue privándome para siempre de su presencia.

He llegado tarde al trabajo, solo para soñar que llegaba tarde al trabajo. Quizá debería dejarlo todo y marcharme a una selva auténtica, aunque creo que mi ensueño no se corresponde con la realidad. Hablo con un compañero que estuvo en la Amazonia y me cuenta su experiencia: demasiados insectos. Quizá una mujer como ella solo pueda existir en el hábitat de la imaginación.

Un mes sin Sol. ¿Debería resignarme a la oscuridad? Conservar los buenos recuerdos, igual que con mi ex mujer… pero en ambos casos me cuesta y me duele demasiado. Hoy por fin he visto a los niños y los he llevado a dar una vuelta por el parque. En cada sombra de cada árbol, Sol se burlaba de mi deseo. Mi hija mayor, al verme ensimismado y ausente, preguntó si tengo novia y le he respondido que estoy conociendo a alguien, con una sonrisa que pretendía ser enigmática y se ha quedado en triste.

Se acabó. Ya no aguanto más. Esta noche he retomado la secuencia donde la había dejado, con Sol debajo de mí a punto de fusionarnos en una explosión sexual. Pero apareció él. Como si no le bastara con atormentar mis días, ahora quiere amargarme las noches. Ha saltado de la copa de un árbol y, agitando un sucio despertador, me ha gritado: Deja a tu puta, llegas tarde.

No sé si me ha indignado más la interrupción o que llamara puta a mi princesa. Me he levantado bruscamente dejando a Sol con las piernas abiertas, inmóvil como un juguete sin pilas. Le he dicho que se largara, que no tenía derecho a violar mi sueño. Él se ha carcajeado con la confianza de quien se sabe invulnerable. Tu tiempo me pertenece. Ya deberías estar vistiéndote para ir a la oficina, donde repasaremos cada cliente perdido y cada oportunidad frustrada por tu incompetencia. Incluso tu puta me pertenece.

Al nombrarla así por segunda vez con sus labios porcinos, Sol ha desaparecido como una gacela asustada. ¡No! ¡Vuelve conmigo, por lo que más quieras! Si ha oído mis plegarias, no las ha atendido.

La rabia consume mis fuerzas. Solo la venganza aliviaría un poco esta pérdida. Me dirijo hacia mi jefe dispuesto a partirle la crisma. Él permanece quieto y sonríe de manera odiosa. Justo cuando iba a descargarle mi ira se desvanece como lo que en realidad es: una fantasmagoría de mi mente. Mi puño se estrella contra el tronco de un árbol y el dolor, tan fuerte como si hubiera golpeado un bloque de cemento, me devuelve a los estrechos límites del dormitorio.

Al despertar me asalta una terrible certeza: Sol no volverá. Sus caricias son ya tan irreales como un amor de la adolescencia. Pero hay un sueño (o al menos un gusto) que sí puedo materializar. Tan solo tengo que ir a la oficina —lugar de pesadilla— y darle su merecido a la persona que, en este momento, considero culpable de todas mis desgracias.

Me planto en el despacho de mi jefe, que en lugar de sonreír como en la selva abre la boca levemente, sorprendido de que haya entrado sin llamar. Ahora no le voy a dejar esfumarse. Lo golpeo una y otra vez en la cara, el estómago, los testículos, y no me detengo hasta ver su sangre que salpica el escritorio, hasta que oigo su voz suplicando clemencia.

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