Se ha operado dos veces de cataratas y aun dice que no ve nada. Pero cada lunes diría que me ve desde lejos, que espera mi llegada haciéndose la despistada y me saluda muy sonriente. De lejos me mira a mí, no tengo dudas, aunque me repita después que ella de lejos no ve nada, me espera a mí, no cabe duda y volverá a repetirlo.

Cada lunes en esa sala de espera que se llena de hombres y mujeres como si fueran mitades, como cadáveres que vagan, de madres mayores y cansadas, de zapatillas de estar por casa, de olor a medicinas, olor a todo está perdido…

Yo noto un nudo invisible dentro de mí siempre que llego, que me ahoga un poco, que me retuerce desde dentro y consigue hacer un hueco, que se llena de un aire amargo y resignado que entra sin mi permiso, un ambiente que no invita a nada más que a salir corriendo, con los ojos cerrados mejor. Pero cada semana vamos allí a recoger el paquete de pastillas mágicas, para uno mismo e incluso para otros.

Y allí la veo sentada, con sus babuchas, vestida de colores negros combinados con cualquier prenda que coge del armario. Allí espera recoger esas pastillas quizás para rescatar a su hijo algo perdido, algo mayor ya, casi como ella, algo vencido, algo consumido por sí mismo. De nuevo, son hombres y mujeres de pasarela por la sala, ante sus ojos perdidos en sus inmensas cataratas, ante los míos algo acostumbrados al panorama, que se va haciendo insensible sin que nadie se dé cuenta.

Me siento a su lado y hablamos, esa es la espera, es lo poco que se hace allí, esperar el turno para recoger el paquete de pastillas en un ambulatorio destartalado, de un barrio de aspecto de lo peor que nos dejaron los ochenta.

Me llegan esos aromas y mi olor a colonia se mezcla con el de su amargura.

Me contamino un poco y disimulo lo que realmente me afecta.

Me cuenta sus tres cosas por contar, alguna factura sin pagar, qué ha cocinado esta mañana.

Me cuenta cosas que no son de ella, la escucho y asiento, bromeo y se ríe.

Me…

Y la observo, y ya no la oigo y solo veo sus babuchas verdes

En ellas descansan sus pesares, ellas le arropan, le dan comodidad, le transportan de un sitio a otro… aunque ella nunca sale del barrio, aunque siempre va vestida de negro ellas le envuelven de color verde, dice que de la esperanza. Ha perdido la cuenta de los años que hace desde que salió la última vez, su vida se acota a unas cuantas manzanas y a una avenida bastante transitada (de personas, de mercados, de fruta y verduras, de flores, de ropa, de todo hasta lo que no puedas imaginar, de trastos que unos no quieren y que otros venden). Pero ella no repara en ese detalle, para ella eso es su vida, no tiene por qué salir de allí para nada, después de aquello todo está muy lejos, y ella ya está vieja. Unos setenta mal llevados, o unos ochenta muy sufridos, no, no lo sabemos. Habla con unas y con otros al pasar por los mercadillos ambulantes de la avenida, saca su butaca a la puerta y echa el atardecer entre vecinas, conversaciones y alguna que otra risa, baila la cortina de la entrada de la casa. A veces compra flores o alguna maceta, le gusta cuidarlas, regarlas, mimarlas, verlas crecer como una paradoja de lo que en su vida nunca pudo ver a pesar de sus empeños.

Al observar su rostro se aprecia cómo se ha perdido bajo sus arrugas, cuesta pensar que se trata de aquella mujer de la foto en blanco y negro que preside el mueble del salón. Cuesta creer que sea la misma persona. El que la acompaña ya no está, cuando se fue aún tenía la esencia de aquella foto, por él los años que pasaron no le hundieron el rostro convirtiéndolo en un viejo desconocido. Él se fue dejándola sola con sus babuchas verdes y ese niño que nunca creció.

Pasa sus ratitos de calma frente al televisor encendido, viendo programas de esos de las tardes, por lo simples, por la empatía que se tienen, porque no tienen que pensar en nada, sólo quieren entretener a su mente agotada y no pensar en que cada día es igual al de ayer y también lo será, espera, al de mañana. Porque ella no quiere sobresaltos, ella no espera que los días sean mejores, se conforma con que el niño esté tranquilo, se tome sus pastillas y se duerma tranquilito sin hacer ruido, pero sobre todo que no salga demasiado por el barrio que ya nada bueno le trae. Ella estira su paga como un chicle Boomer Kilométrico, de esos de cuando éramos pequeños, haciendo piruetas por no dejar fiado en la tienda de siempre, por pagar el techo que les cubre, rezando para que no se les caiga encima, de lo viejo, de las humedades, de lo mal que está. Pero muy limpio, eso sí, que de ella nadie dirá en el barrio que algo está sucio.

Pero sentada frente al televisor a veces los pensamientos le traicionan, la atención pierde su campo de visión y entonces casi sin querer le da un repaso a su vida. Y de su fondo oculto nada el deseo de su propia muerte, pero quizás desea con más fuerza que su niño muera antes que ella, sí, quién lo va a cuidar como ella lleva haciéndolo más de cuarenta años. Está enfermo, sabe que ya nada va a cambiar, ya no le quedan fuerzas para esperar que él crezca, su muerte será su alivio, su muerte es un final previsto del que desea un anticipo.

Las voces de la tv vuelven a su conciencia… El pasado se difumina en su propio espacio de repente, se da cuenta. Se levanta de su butaca arrastrada por sus babuchas verdes, las cinco, hora de la pastilla mágica, esa hora que se quedó clavada en el reloj del salón con las pilas gastadas, oxidadas, también aferradas a ese reloj.

Y la miro de nuevo a su carita arrugada. Esa es la espera, llega su turno y me dispara una sonrisa a medias, a modo de adiós, menos brillante que la primera. Me voy con una sonrisa que siempre guardo para ella, siento que allí es la última que me queda. Imagino cómo la enfermera le explica que ya no hay paquete para ella, imagino que es cuando vuelve a caer en la cuenta de que su hijo hace años que no está. Imagino, como cada lunes, y se va arrastrada por sus babuchas, esas de color verde, esas que aún le envuelven de esperanza.

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