Marina arrugó el entrecejo otra vez. Por alguna extraña razón la gente no dejaba de mirarla, a ella y a sus padres. A lo mejor se notaba mucho que no eran franceses, sino españoles, y por eso cuchicheaban cuando pasaban a su lado. Intentó no darle importancia, pensar que estaban de vacaciones y que al día siguiente conocería a las princesas de sus películas favoritas.

Estornudó una, dos y hasta en tres ocasiones. Antes de que pudiese sacar el pañuelo de papel de su bolsillo, papá se arrodilló a su lado y le limpió la nariz con el suyo. ¿Tendría alergia a Francia? Ahogó un bostezo y siguió caminando cogida de la mano de los dos adultos. No parecía que ellos estuviesen molestos por ser continuamente observados: intercambiaban miradas llenas de cariño, se besaban y hacían comentarios graciosos sobre algún tema que la pequeña no llegaba a comprender. ¿Qué problema había?

―Mira, cielo, en un ratito vamos a ver todo un espectáculo ―comentó papá señalando al horizonte, donde una enorme construcción de acero se elevaba casi hasta el cielo.

―¿Eso qué es?―preguntó Marina.

―La Torre Eiffel.

Frunció el ceño. ¿Torre qué? ¿Por qué la gente le ponía nombres tan raros a las cosas? ¿No podían sencillamente llamarla Torre de Acero? Imaginó que sería algo típico de los franceses, pues los españoles no tenían tanta imaginación, no al menos los que ella conocía, sin contar a papá, claro. Papá tenía imaginación por él y por todos sus compañeros.

―¿Y qué se supone que va a hacer?

―Ya verás.

Sin que ella lo pidiese, el hombre la cogió en brazos, le colocó bien la cazadora, abrochándosela hasta la barbilla y mientras papá le ponía el gorro de lana en la cabeza, ella miraba sin parar a su alrededor. De nuevo, varias personas los observaban, incluso algunos los señalaban con el dedo y murmuraban. Marina estaba empezando a enfadarse por esa falta de educación, pero no quiso decir nada, sin embargo, papá se dio cuenta de que algo no marchaba del todo bien con su pequeña.

―¿Qué sucede?

―Nada ―contestó ella con seriedad.

―Marina, ¿qué hemos dicho de las mentiras?

Resopló y se cruzó de brazos con cuidado de no caerse, aunque eso era imposible, papá nunca la dejaría caer.

―Es que esta gente es muy rara, ¡y no sólo porque no les entiendo cuando hablan!

―Mi vida, hablan francés.

―Lo que sea. Y… no dejan de mirarnos ―susurró, como si decirlo pudiese provocar alguna especie de guerra.

Papá enarcó una ceja y miró al hombre que estaba a su lado. La verdad es que no se habían dado cuenta de nada, quizá, pensó, se habían acostumbrado muy rápidamente a que la normalidad reinase en su día a día. La cosa cambiaba cuando te ibas a otro país, aunque sólo fuese a pasar una semana de vacaciones.

Para Marina, sin duda alguna, resultaba todavía más extraño.

―No te preocupes, hija ―dijo.

―Pero es que… me siento observada.

Álvaro aguantó las ganas de ponerse a reír, la situación no era divertida si lo pensabas detenidamente, pero las caras de Marina sí. Intercambió una mirada cómplice con Raúl y cambió a la pequeña de brazo para poder darle la mano a su marido.

―¡Mirad, mirad! ¡Ya vuelven a cotillear! ―gritó Marina señalando con el dedo.

―Marina, el dedo.

Rápidamente la pequeña cerró el puño.

―¡Pero es verdad!

―No hagas caso.

―¿Y por qué nos miran? ¿Es que se nota que somos españoles? ―preguntó frunciendo los labios y arrugando la frente― ¡Pues ellos hablan muy raro!

Raúl sonrió y los tres emprendieron de nuevo el camino. La pareja cambió de tema, puede que así su hija se olvidase del asunto, pero lo cierto era que la niña estaba increíblemente preocupada y empezaba a pensar que algo estaban haciendo mal. Antes de subirse al avión, la abuela le había dicho que tenía que respetar las costumbres del país (fuese lo que fuese eso), a lo mejor el problema era ese: no estaban respetando esas costumbres.

―Venga, cariño, no pienses más en ello.

Álvaro la dejó en el suelo, cogiéndola de la mano y tras unos minutos más hablando con su esposo, dándole algún tipo de explicación que Marina no llegó a escuchar, decidieron acomodarse en el césped del pequeño parque que rodeaba el monumento. Como pudieron comprobar, no eran los únicos que quisieron disfrutar del mágico espectáculo que sus ojos verían en apenas diez minutos.

―¿Estás nerviosa por mañana? ―preguntó papá Álvaro.

―Esta noche tienes que dormir bien. ―Papá Raúl levantó el dedo índice, como si aquello fuese una regla muy estricta que debía obedecer.

―Marina, te estamos hablando. ―Álvaro suspiró y le dio un pequeño tirón a una de las trenzas.

―Es que…

―La gente no deja de mirarnos ―respondieron los dos hombres a la vez.

―Es molesto ―refunfuñó Marina cruzándose de piernas y arrancando unos pocos yerbajos.

―Seguro que tu padre los ha dejado hipnotizados con su chaqueta.

―¡Raúl!

Raúl se encogió de hombros y antes de que su pareja pudiese seguir protestando, lo calló con un rápido beso en los labios. Marina abrió atónita los ojos como si se le fuesen a salir de las órbitas, no por el beso, eso era normal. Papá y papá siempre se estaban besando y abrazando, la abuela decía que parecían dos unicornios vomitando arcoíris, pero en el fondo, adoraba que se quisieran tanto. Pero no, no fue por eso por lo que Marina se sorprendió tanto, sino porque, tras esa fugaz muestra de cariño, llegaron más murmullos, ¡y los estaban señalando!

―¡Papá, papá!

―Marina…

―¡Pero es que todos nos miran! ―se quejó.

―Déjalos.

―Si la abuela estuviese aquí…

―Si tu abuela estuviese aquí seguramente ya estaría detenida por pelearse con media Francia.

Marina no entendió la broma, pero debió ser bastante graciosa porque Raúl empezó a reírse como si se tratase del mejor chiste de la historia.

―¿Vosotros sabéis por qué no dejan de observarnos?

―Bueno, nos hacemos una idea, cariño ―contestó Álvaro apoyando las palmas de las manos en el suelo. Su hija, quien esperaba impaciente la explicación, se dispuso a escuchar. Si era cierto que no estaban respetando sus costumbres tenían que arreglarlo. Álvaro suspiró y miró a Raúl, que se encogió de hombros―. A ver, digamos que… no todo el mundo ve con buenos ojos que… ―Se rascó la nuca, nervioso.

―Que dos hombres estén casados. Dos hombres o dos mujeres ―terminó Raúl.

―¿Por qué?

―Pues porque para ellos lo correcto es que un hombre se case con una mujer.

Marina chasqueó la lengua. ¿Qué tontería era esa? ¿Quién pensaría algo tan idiota como aquello?

―¿Por qué?

Raúl resopló.

―Porque, según ellos, es lo que está bien.

―¿Y qué diferencia hay entre que un hombre se case con un hombre a que se case con una mujer? ―preguntó Marina.

―En realidad ninguna, tesoro.

―Y luego, esa misma gente, tampoco ve bien que dos hombres, o dos mujeres, puedan tener hijos.

Eso ya le pareció más tonto si cabía. Por muchas vueltas que le dio no comprendió qué tenía de malo tener dos papás o dos mamás o que dos hombres se quisieran (o dos mujeres, claro). La tía Laura estaba casada con el tío Jorge, se querían y eran los padres de su prima Leire. ¿Por qué lo suyo estaba bien? Papá Álvaro estaba casado con Papá Raúl y la habían adoptado a ella. ¿Qué tenía de especial esa situación? Álvaro quería a Raúl de la misma forma que Laura a Jorge, y viceversa. Y Leire era igual de feliz que ella.

Se quedó pensativa un buen rato, con el dedo índice en los labios y el entrecejo fruncido. No, no entendía nada, el mundo de los adultos resultaba ser tan complicado a veces que daba gracias todos los días de ser una niña todavía.

―¿Y por qué un niño no puede tener dos papás o dos mamás?

―Digamos que, según esas personas, un niño necesita una mamá y un papá.

―Pero si tiene dos mamás o dos papás…

―Lo sé, tesoro, lo sé.

―¿Y por eso nos miran? ¿Porque tú y papá estáis casados y os queréis y me queréis a mí?

Álvaro y Raúl sonrieron y asintieron con la cabeza.

―Pues esa gente es muy idiota.

―Marina, esa lengua.

La pequeña se mordió el labio inferior. No le gustaba nada decir palabrotas tan feas, pero en ese caso estaba más que justificado.

Intentó con todas sus fuerzas hacer caso a sus padres y olvidarse del tema, además, según papá, en pocos, poquísimos minutos, iba a ver algo muy bonito. Esperó impaciente, mirando de reojo a los lados por si alguien los estaba observando, y de hecho así era, pero a los adultos que tenía tras ella no les importaba. Estaban cogidos de la mano y papá Álvaro tenía la cabeza apoyada en el hombro de papá Raúl. Marina sonrió. Y pensar que había gente que decía que eso estaba mal, ¡qué sabrían ellos! Seguro que tenían envidia porque sus padres se adoraban y, sobre todo, la adoraban a ella. Vale, ella no tenía mamá y tampoco es que echase de menos el tener una. En clase, sus compañeros decían que sus mamás los arropaban por la noche, que los cuidaban cuando estaban enfermos, que los llevaban al parque, les daban de comer… Era exactamente lo mismo que hacían Álvaro y Raúl con ella. Lo único que cambiaba es que ellos eran dos hombres y, una mamá, una mujer. Álvaro la llevaba al parque todas las tardes y cuando Raúl no tenía mucho trabajo, los acompañaba. Los dos la arropaban a la hora de dormir, le contaban uno o dos cuentos y le deseaban que tuviese sueños muy bonitos.

Papá Álvaro siempre decía que el verdadero problema llegaría con la edad del pavo, pero tampoco se le veía muy preocupado y como Marina no entendía para nada qué significaba tener años de pavo no le daba importancia.

Entonces, ¿qué diferencia había en todo aquello?

De repente, las luces de la ciudad se apagaron, no quedó ni una encendida. Algunas personas soltaron un pequeño gritito, cosa que la asustó y enseguida buscó la protección de la pareja. Se acurrucó entre los brazos de Raúl y esperó unos segundos hasta que, poco a poco, muy lentamente, las luces se fueron encendiendo. Primero las de la izquierda, luego las de la derecha, las de los edificios colindantes y, finalmente, las de la Torre Eiffel.

Marina se quedó boquiabierta, ¡eso era mucho más que espectacular, maravilloso o mágico! ¡No tenía palabras para describirlo! Aquella torre tan rara (la de acero) estaba completamente iluminada y parecía que de un momento a otro iba a despegar o, mejor aún, que todas las hadas del universo saldrían volando de su interior.

Se puso de pie para seguir admirando aquel momento que se le quedaría grabado en la mente para siempre. Dio un par de palmadas, imitando a varios grupos de su alrededor y luego, con los brazos estirados, dio vueltas sobre sí misma, riendo.

―Marina, ten cuidado.

―Déjala, cuanto más se agote ahora, más dormirá luego.

Álvaro puso los ojos en blanco, pero no tuvo más remedio que darle la razón a su marido, aunque dudaba de que algo, cualquier cosa, pudiese acabar con la energía de aquella chiquilla.

Marina terminó cayendo en el suelo, pero no se quejó y mucho menos cuando vio la mirada de “Te lo dije” que le dedicó papá. Se quedó allí sentada, maravillada de la magia que desprendía el monumento de nombre original.

Y en ese instante, sintió de nuevo varios ojos fijos en ella y en los dos hombres que tenía detrás. Se giró para volver a quejarse, pero en cuanto los vio besándose, creyó que, a fin de cuentas, no había nada por lo que molestarse.

Miró fijamente a cada persona que la estaba observando a ella, y, como por arte de magia, dejaron de hacerlo.

―Envidiosos ―murmuró.

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