Lágrimas inútiles, pluma enterrada

Lágrimas inútiles, pluma enterrada

Cuentan aquellos que viven de leyendas que, por esos barrios por donde no es aconsejable pasar, había una calle bien conocida, una calle de cuyo nombre no quiero acordarme porque cuando se dice se encoge el pecho y le dan espasmos al corazón.

Era esa una avenida diferente al resto por todos sus costados: larga, no demasiado, pero con tantos recovecos que podría asegurarse que uno se mueve por las avenidas del Hades. Oscura como pocas, que parecía que nunca el Sol se asomaba embargado por el temor. Mal pavimentada –si es que puede llamarse empedrado al sucio suelo de cemento agrietado por donde el liquen saludaba tímido- y con aquel olor…

¿Qué era? Algo indescriptible sin duda alguna, una fragancia en la que el alcohol, el tabaco y las drogas poco podían disimular el hediondo perfume de ellas.

Sí, aquella era la calle de las apodadas “rameras intelectuales”, posición que no solo estaba por debajo de lo más rastrero sino que, en comparación con los demás barrios de prostitutas, estas últimas gozaban de una vida de diosas.

Dicen que eran tan horribles que no pedían más a cambio que la “voluntad” de los que con ellas yacían, hombres de la peor calaña que se pueda pensar.

Yo nunca creí esos rumores y cuentos que las madres narran a sus pequeños para asustarlos. Me burlaba de las cuencas desorbitadas que me describían aquel lugar. Hasta que un día decidí comprobarlo. El pilluelo que me guió hasta allí me dejó bien lejos de la calle, y se fue corriendo mientras chorreaba frío sudor.

Apenas había puesto un pie en el asfalto desquebrajado cuando sentí un murmullo.

Primero muy suave, mas después se asemejaba al armonioso graznar de los cuervos. Quise creer que el ruido nacía de mi mente sobresaltada… Cuando las vi.

Aparecían como espectros en la niebla, oscilando cuales ramas de sauce movidas por las aguas. Temblé. Ya era demasiado tarde como para volver. Las tenía delante de mí, surgidas de los innumerables escondrijos, una tras otra.

Ante mía se levantaban muertas vivientes las rameras intelectuales.

Y entonces se me antojaron escasos y triviales los relatos de los que las habían visto.

Ahora que escribo tranquilo en mi estudio, con la protección de la luz, no me atrevo a decir palabra alguna de lo que vi. Pero dado que estoy estilográfica en mano, pasaré a detallar a esos seres, a esas almas en pena que son las rameras intelectuales.

Frente a mí había una figura que al principio no era capaz de distinguirse de una escultura incompleta de barro chamuscado. Sus ojos gigantescos me miraban fijamente, esas cuencas enormes y blancas, de un blanco desagradable, y el iris muy negro, que daba la sensación de estar delante de una caricatura.

Los labios enanos en contraposición, y finísimos; la piel (si es que puede llamarse así a ese pellejo mal doblado) grisácea y con motas cerúleas; el cabello era uno con el musgo; la cubría una toga hecha jirones, que era lo más decente de su imagen. Temblaba, y la tela oscilaba como una vulgar telaraña. De su pierna derecha vivía aferrada una rata, y sus pies estaban sumidos en una especie de amalgama de cieno y cemento.

No era capaz de articular sonido, solo me miraba con aquellos pozos infinitos.

Me tendía una mano mustia, de unos dedos esqueléticos y en cuyas uñas infectadas y sangrantes estaban grabadas unas letras. Las costras me permitieron entender que era una palabra griega. Y cuando volví a coincidir, para mi desgracia, con sus órbitas, leí en mi idioma: PSYCHÉ.

Aquello me fue suficiente prueba para averiguar dos cosas: la mujer (por denominar de algún modo a aquella pila de elementos) estaba viva, no era un producto dantesco de una pesadilla; además, supe quién era esta miserable: era FILOSOFÍA.

No podía huir, ni siquiera parpadear. Solo cuando me agarró con fuerza del antebrazo sentía algo. En mi mente surgían diversas historias, nuevos cuadros: la Academia de Platón, Sócrates ante los jueces, Epicuro en el jardín, Kant trabajando frenéticamente, y muchas otras escenas que se agolpaban y empujaban entre sí.

Apenas conocía a los protagonistas de las visiones, pero parecía que ahora su pensamiento se mostraba claro en su totalidad, y no me habría supuesto ningún esfuerzo explicarlo y presentarlo.

Viré mis ojos y recordé que aquel espectro me sostenía. Me sobresalté y me zafé de ella, empujándola en un acto instintivo. Supe que no había obrado bien; sin embargo, la ignoré, y la dejé tirada en la mugre, cubierta de fango, humo y tristeza.

Aún su voz metálica, cadenciosa, musitaba unas palabras:

-Dios… ha… muerto…-Pausa- Yo… he… mu-er-to.

Y cayó sepultada por las sombras.

Me sentí horriblemente mal, pero cuando me disponía a volver para ayudarla, se cruzó en mi camino otra de aquellas innombrables.

Me saludaba su copiosa melena, en la que estaban adheridas desde heces hasta caracoles, fragmentos de piezas de diversos colores y pétalos marchitos.

Sus manos estaban enfundadas en una capa mullida, acartonada. Me alejé un poco y vi que era igual que una bola de pintura estampada contra la pared. De aquellos mechones largos, de una tonalidad que variaba según la luz, pendían todo tipo de cacharros.

Cuando se descubrió un poco, observé que no llevaba vestido, sino múltiples objetos que cubrían su tez verdosa, irritada, que desprendía un olor fortísimo.

Fijando más la vista, comprobé que, bajo esa capa de tablas de madera había una tela rota; mas, al igual que el resto de su cuerpo, estaba salpicado de topos de todo el espectro cromático.

Y entonces… ¡Oh, horror! Abrió una leve cortina que separaba su rostro de aquel follaje y descubrió su boca. ¡Aquella abominable boca! ¿Cómo describir esas fauces tornadas en una macabra mueca? ¡Su sonrisa! Era terrorífica. Jamás podré olvidarla. ¡Jamás! Aún se aparece en mis peores sueños. Esos dientes blancos tan anómalos, con las comisuras de los labios rasgadas hasta casi las orejas, todo manchado de una costra negra de la que supuraba pus. Un Joker disfrazado del gato Risón.

Se acercaba con rapidez hacia mí y, cuando casi rozaba mi temblorosa cabeza su cabellera, adiviné quién era esta escalofriante ánima.

La postura en la que estaba dejaba entrever cuatro letras, una obra ambulante: A-R-T-E.

Era impactante ese fantasma extraído de los cuentos de Thomas Ligotti.

Con el conocimiento de que era el Arte esta musa rota, también me alejé, gritando y rechazando sus servicios.

Me interné –no sé si movido por una insatisfecha mórbida curiosidad o por no encontrarme de nuevo a aquellas almas destruidas- en la calle.

Topé con las paredes pringosas, y los líquenes adheridos parecían garras que trataban de sujetarme. El olor era nauseabundo hasta hacerme vomitar. Tropezaba con fragmentos de viviendas que en alguna edad de Oro fueron esplendorosas y alegres.

La oscuridad era cada vez mayor, se cernía sobre mí como un grajo monstruoso.

De repente, escuché un chirrido insoportable que me forzó a taparme los oídos. El ruido aparecía por todas partes, opresor. Una antimelodía sacudía el suelo, tronando y agitando las piedras. Sentía que se acercaba algo peligroso, que se instalaba en mi pecho un agudo dolor. Tal si tuviera platillos en las plantas de los pies y batería como cuerpo, venía hacia mí otra de esas putas tristes.

¡¿ Cómo puedo no cerrar mis ojos para apartarme de semejante Lamia?!

Su voz chillaba como si la estuvieran rajando, pero lo más asqueroso era que iba desnuda en su totalidad, solo vestida de suciedad y de cinco cortes paralelos rectos sobre su torso de los que titilaba sangre y de los que sobresalía un líquido blancuzco que rasgaba las insanas heridas.

Cada vez que abría ese hocico perforado era un tormento. Arrastraba un instrumento grande que no me atrevería a catalogar por ser un mero amasijo.

Su pubis carecía de vello, y en su lugar había enredadas cuerdas níveas ya deterioradas, casi amarillentas, muy finas, tal violín.

Un golpe seco y repetido la seguía, un tempo cansino y que, de forma irónica, marcaba un ritmo fiestero.

Me acercó una mano sin dedos, que habían sido sustituidos por unos martillitos de piano y lengüetas de viento. Negaba mudo y me atreví a preguntarle quién era ella, ese híbrido mal constituido de instrumentos y persona.

Tan solo se dio la vuelta, y en su espalda había tatuados tres símbolos que afirmé que eran la clave de Sol, de Fa y de Do.

-¡Eres Música! –Grité. Se giró y profirió otra estridencia que imaginé que imitaba a un sí.- ¿Dónde puedo encontrar a la ramera de las rameras? –Pregunté sin parpadear y aguantando la respiración.

Sus extrañas falanges me indicaron una dirección que yo tomé sin pensar.

Aún no sé porqué lo hice, porqué formulé aquella interrogante. Supongo que quería destripar todo los mitos sobre la miseria que faltaba por descubrir.

A medida que mis pasos corrían, encontraba hojas y folios tirados, muchos escritos, plumas, tinta derramada… Hasta que llegué a la más repulsiva, a la peor de todas las rameras intelectuales:

Escupiendo sangre negra como tuberculosa; el cabello hecho de tiras de papel; la cara que cambiaba de rostro dependiendo de su posición…El cuerpo no era de piel, sino más ligado a las letras que a la carne. Su tez era violácea, sus pies quebrados y sus dedos encerrados en las cuerdas de un vulgar titiritero.

Muñeca rota, broken puppet, mirada desesperada y extraño sentimiento que me mordía la boca. Cada paso que daba tenía como resultado un eco de eléctricos sonidos, gritos que maldecían, uñas rasgando la pizarra de la estupidez, golpes monótonos, con una carencia similar.

Ella quería pintar mi imaginación de color rosa, pero apenas conseguía una pasta pringosa de verdes, grises y marrones, como una tortilla de polvo.

Y aunque me costaba comprenderla, percibía que su mensaje era algo distinto. Me dejé llevar por sus ojos demasiado hundidos, muy profundos, tanto que no podía discernir dónde acababan y dónde daba comienzo la constelación de estrellas que formaban sus nervios.

No sé adónde me llevó. Solo recuerdo verla aún más sucia y desnuda, bregando por tomar mi mano temblorosa para que la tocara. Quise resistirme, pero nada más entraron comunión nuestras huellas, el infinito estalló en mi cabeza. Detrás de esa máscara de hierro oxidado había algo que se me antojaba bello. Escuchaba palpitantes sentencias que ya había oído alguna vez. Esas frases… Todas me sugerían mundos fantásticos, ilusiones tristes, saltos entre la cordura y el enloquecimiento.

Sin poder decir nada comprendí porqué estaban aquellas mujeres allí, destrozadas, consumidas, prostituidas… Había sido culpa nuestra.

Lloraba de rabia, de impotencia por no haber hecho nada; por haberlas humillado yo, engreído y caprichoso, sin tener en cuenta las graves consecuencias.

Cada lágrima caía sobre una letra y se creaban nuevas historias que me estremecían, que me embaucaban, que me sacaban una cínica sonrisa.

Jamás olvidaré aquel momento que compartí con todas, porque no tengo ninguna duda de que en aquel instante todas me abrazaban, las rameras intelectuales.

Pero esta misiva es para una de ellas en particular, para esa que me enseñó los destrozos que habíamos ocasionado en el mundo.

Te la dedico, mi jinete de la triste figura en plata. Te la dedico,

LITERATURA

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