Pablo era el portero de la calle X. Parecía que cumplía todos los requisitos del típico macho español. Era un hombre grueso, de aspecto severo, con un gran mostacho coronando su labio superior. Esperaba en la puerta serenamente con las manos unidas tras la espalda y fumaba, paciente, esperando noticias que le llenasen las horas.

A mí me parecía que el trabajo de Pablo estaba bastante bien, aunque imaginaba que no estaría muy bien pagado. Tenía una especie de cabina muy bonita en el rellano del edificio, y en él vigilaba Pablo las idas y venidas de la gente y controlaba a los indeseables y a los carteros que quisiesen adentrarse en el edificio. Hacía poco incluso habían instalado unas cámaras de vigilancia a las que, imagino, el portero debía de echar un ojo de vez en cuando.

Pablo se dedicaba en su día a día a leer el periódico y otras revistas. Desde su posición controlaba perfectamente lo que ocurría en el edificio. Escuchaba cómo se abrían y cerraban las puertas de los habitantes y calculaba involuntariamente el tiempo que tardarían en bajar. La señora del segundo bajaba siempre por las escaleras y, en general, del segundo para abajo seguían su ejemplo. Sin embargo, a partir del tercero todos usaban el ascensor, por lo que Pablo escuchaba el abrir y cerrar de la puerta primero, el ascensor moviéndose tras su pertinente pulsación en los pisos de arriba, el ruido del ascensor cada vez más fuerte cuando bajaban, la puerta del ascensor que se abrían, la cháchara (si la había) de los inquilinos desde que llegaban al rellano hasta que se acercaban a su posición, y finalmente aquél maldito Hola, Pablo, Buenos días, Pablo, Buenas tardes, Pablo, Buenas noches, Pablo,¡Hombre, Pablo! (como si fuera una sorpresa el hecho de verlo siempre allí en su cabina…), y en general, toda esa sarta de saludos y de tonterías que, si bien en principio eran indicios de educación y formalidad, ahora se habían convertido en insoportables. Pablo no era un desagradecido ni un gruñón: daba gracias por el hecho de tener un trabajo, como todos entonces. Pero tampoco abría los ojos por la mañana pensando que cada día era una bendición. Tenía un trabajo aburrido, sin sobresaltos, dónde podía leer tranquilamente y engordar a gusto. A las siete y media se metía en su cabina y encendía la pantalla de las cámaras. Abría el periódico y se ponía a leer y a refunfuñar. Si la noticia era muy escandalosa, bufaba como una morsa y profería un “Pffff” al que le seguía un fruncimiento de labios. Torcía el gesto y cerraba los ojos, bullendo en silencio.

A las nueve tomaba café en el bar de enfrente y se quedaba unos minutos fuera junto al portal. Sobre esa hora salía a fumar el portero de al lado, que no le caía mal pero al que tampoco habría invitado a la boda de su hija. Charlaban un rato y en ese momento agradecía secretamente el hecho de que la noticia del periódico fuera realmente indignante, porque eso le concedía unos minutos más de cháchara antes de que ambos se recluyesen en sus respectivas cabinas. Una vez dentro, vuelta a leer. A las seis tenía que recoger la basura de todos los pisos, labor que desempeñaba con asco pero eficientemente. Y después, escuchar la radio hasta la hora de volver a casa.

Y entre tanto, la puerta que se abre, las palabras que flotan bajo sus ojos un nuevo caso de corrupción…, nuevos nombres se filtran en la inacabable lista del caso.. ., confiesa no ser el brazo ejecutor, señalando a… y la puerta que se cierra, y las palabras ajenas, y el ruido del ascensor que sube, y el ruido del ascensor que baja, y los pasos que se acercan, y su corazón acelerándose porque ya sabe, ya prevé lo que va a pasar a continuación, y las palabras tan ruidosas que tensan el estómago y ese “¡Buenos días Pablo! ¿Cómo estamos hoy?” Y su respuesta, educada pero cargada por dentro de una bilis que le consume y le mata día a día y él lo sabe “Buenos días Antonio, pues aquí estamos”. Y él se queda, no todos pero él se queda, y le habla de literatura y de que el hombre no es una isla y de otras estupideces que no escucha ya porque no quiere sus palabras, quiere las suyas, las que están aquí muertas y crucificadas en estas hojas que huelen a cielo abierto y a silencio. Se va, por fin se va y se queda con ellas. Pero la puerta se abre arriba Nadal podría no quedar en la lista de los 10 mejores tenistas del 2015 si…Aguirre va por delante en Madrid y la puerta se cierra y el ascensor se dispara Ada Colau gana en Barcelona, el Granada consigue mantenerse en primera y el ascensor se suicida y las palabras se acercan y ya las oye perfectamente “Buenas tardes Pablo, qué a gustito estamos, ¿eh?” y ya no están, ya no están las suyas el betis……nueva legis…..barce…..la liga…. “En la gloria, Lucía, en la gloria”.

Le estaba pasando factura y lo sabía. Ni siquiera se lo había contado a su mujer. Sabía que era una tontería enorme y que ella le diría que por favor Pablo, que para lo que haces en tu trabajo no te puedes quejar por algo así, que es estúpido y que cómo no te va a saludar la gente si pasa a tu lado y te ve y que si prefieres pues no te dirán nada y se irán como si estuviesen enfadados contigo y que hay que ver las cosas que tienes de verdad y él ya lo sabía, ya sabía todo esto pero no podía evitarlo porque cada vez que alguien abría la puerta y luego la cerraba…el pulso se le aceleraba y su cuerpo se ponía en tensión previendo todo lo que iba a pasar y no podía más.

Decidió actuar. Ensayó muchas veces el discurso en su cabeza y sopesó las posibles respuestas y actitudes al respecto. Las cubrió todas de excusas plausibles y, por primera vez en muchos meses, durmió tranquilo.

Al día siguiente se acercó a la reunión de vecinos donde se trataban los asuntos más relevantes (y soporíferos) del día. Esperó pacientemente a que se zanjasen, y antes de que se los presentes tuviesen tiempo de levantarse y volver a sus quehaceres se acercó con decisión y se colocó en medio de los presentes con las manos unidas en su espalda y actitud casual. “Ustedes disculpen, pero antes de que se vayan me gustaría pedirles un favor. Sé que puede sonar algo extraño y la verdad es que lo es, pero si se lo pido a todos ustedes es porque es importante para mí. Ustedes saben que yo paso todo el día en mi cabina leyendo y pendiente de las cámaras y de que todo esté en su sitio. Quien no lo haya vivido no lo sabrá y le parecerá extraño, pero estar todo el día ahí parado y que pasen todos ustedes y me saluden familiarmente con sus Hola, buenas, buenas noches, qué tal Pablo, etc, es curioso pero…se termina haciendo un poco pesado. Cuando te saludan un par de veces está bien, pero después de tres o cuatro ya…cansa un poco, y es algo que me agobia de tanto en tanto. No pretendo sonar desagradecido o irrespetuoso, todos ustedes me saludan porque son civilizados y extremadamente atentos y educados, y yo se lo agradezco de corazón, pero preferiría que, si no es molestia, dejasen de hacerlo. Podemos charlar cuando sea oportuno de cualquier cosa, pero especialmente en el tema de los saludos, les agradecería mucho que se los ahorrasen, si me hacen ustedes el favor.”

Curiosamente, ninguno de los presentes dijo nada de lo que Pablo esperaba que dijeran. Algunos se quedaron con un semblante extraño, como dudando entre reírse (por creerlo una broma, claro) o terminar de creérselo y despreciar por absurdo algo tan insólito. Al final, la gente fue asintiendo con la cabeza como si saliesen de un sueño y pasaron por su lado tocándole el hombro y murmurando Claro, Pablo…

Fueron unos días maravillosos para el portero. Al principio todo seguía igual y no lo asimilaba. La puerta se abría y se cerraba, el ascensor subía y bajaba: esto era inevitable. Pero cuando su corazón empezaba a palpitar con fuerza esperando esas voces con los saludos recluidos, aguardando para salir…no ocurrió nada. Don Higinio miró de soslayo a Pablo y a este le pareció que asentía distraídamente, con un “buenas” implícito pero, por fin, mudo. Bajó lentamente las escaleras, abrió la puerta y se perdió de vista. Pablo sonrió y se zambulló desnudo, como un nadador que redescubre su elemento, en sus palabras.

Esta escena se repetía con algunos cambios menores. La puerta se abría, se cerraba, el ascensor subía, bajaba, y las palabras no acudían. La señora Marta ni siquiera miró al portero sino que hizo como que tenía mucha prisa y bajó las escaleras de manera muy digna. Sus amigos, aquellos que solían quedarse y darle algo de conversación, parecían no saber qué hacer, si quedarse, huir a toda prisa, tantear el terreno con una mirada o un gesto de cabeza, o hacerlo todo a la vez. En estas ocasiones, Pablo, según su ánimo, intercedía y saludaba él a los demás “¡Hombre Antonio! Que parece que el Granada se queda en primera al final, no está nada mal, ¿eh?” a lo que Antonio asentía distraídamente y decía “sí, sí, nada mal, para haber llegado hace nada como quién dice…” pero era extraño. Pablo lo notaba. No estaban allí de verdad. Hablaban brevemente sobre cualquier asunto cotidiano y luego se marchaban con una excusa. Era como si la figura de Pablo fuese una bruma extraña que se percibe más por la sensación de frío que por la contemplación de la materia. Notaban algo, reaccionaban de manera sutil, y luego lo olvidaban.

El portero se encontraba igual de desconcertado que ellos. Algunas veces incluso intentó preguntar a algunos de los inquilinos a los que más apreciaba por este comportamiento, alegando que era el saludo lo que les había pedido que omitiesen y no la conversación cordial de siempre, pero ellos solo decían “ya ya Pablo, si todo está bien, es que tengo la cabeza en otra parte, ya te contaré…” y se marchaban. Pablo no lo entendía, les había pedido que no le saludasen, no que lo tratasen como un fantasma o una molestia extraña de la que debían desembarazarse cuanto antes.

La puerta se abría, la puerta se cerraba, el ascensor subía, el ascensor bajaba…pero las palabras no llegaban. El portero no lo entendía. Su corazón se aceleraba, su cuerpo se ponía tenso, era la hora de las palabras, pero éstas no acudían, y eso le carcomía por dentro. Las escuchaba, oh sí, las escuchaba perfectamente, resonando en su pequeña cabina “¡Hola Pablo! ¡Muy buenos días, Don Pablo!” Pero no se materializaban, no estaban allí de verdad, y él las quería, las necesitaba, o no, no era eso, las odiaba, las detestaba, estaba mucho mejor ahora, ¿verdad? claro que lo estaba, con el ruido de las cosas y el silencio de las personas, por supuesto que lo estaba. Pero la puerta habla y se replica a sí misma, el ascensor se despierta y acude, se estira y se repliega sobre sí mismo y duerme, bosteza, calla, la alfombra soporta las humillaciones diarias de esos zapatos sucios, y entonces…nada. No hay nada. Pablo no está allí, no hay nada que decir, no hay nadie a quién saludar. ¿Por qué, si se han ido, persisten? ¿Por qué, si se han ido, permanecen?

Hay un hombre grueso, de espeso mostacho, escondido en su cabina, sumido en sus palabras. Mientras tanto, el mundo gira a su alrededor, impulsado por otras muchas que él ya no puede (¿no quiere?), es incapaz de oír.

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