El mar estaba teñido de aquel color muerto que solo presenta cuando hace de espejo al cielo enmarañado. La arena de la playa estaba húmeda, fría y oscura, lamida por el agua salada que, sin embargo, se hallaba en una extraña calma fúnebre. Dejó que reptara hasta sus pies y se arrepintió al momento, sintiendo como cientos de cuchillos helados le penetraban la piel. Se sentó cerca de la orilla y se dejó llevar por todas aquellas ausencias contaminadas. Contaminadas de recuerdos, palabras y olores. Cosas que ya se fueron, pero siguen ahí. Pensó que quizás es como cuando deja de llover, pero el agua emponzoña la tierra, y su olor persiste aunque no quede ni una sola nube más en el cielo. Esperó paciente a que el rosáceo silencio del atardecer se deslizara por las nubes, cruzado por una bandada de pájaros que observaban las desgracias del mundo terrestre desde lo alto.

Hacía meses que se sentaba en la arena fría a observar el mar nocturno. Se había dejado llevar por las leyendas que rezumaban de la tierra antigua y que habían contaminado las palabras de todos los que vivían en aquel diminuto pueblo gobernado por el mar, preso entre los acantilados y vigilado por las aves marinas y sus ojos de cristal. Había oído mil veces las historias brotar como agua corrompida de los labios ajados de los ancianos.

  • – En las noches de luna llena, aparece un camino de luz sobre el mar que según los insensatos, de ser recorrido hasta su fin, otorga lo que uno más desea. – murmuraban las ancianas con sus bocas temblorosas y sus ojos de agua.

Pocas veces se atrevían a relatar las otras leyendas, más oscuras, que envolvían al camino de la luna. Algunos decían que quien lo recorría, nunca volvía. Que era un camino peligroso, difícil, o creado por los monstruos marinos hambrientos de carne humana. Que era un castigo para aquellos que veneran a la noche y a su reina. Otros, más escépticos, aseguraban que no existía. Lo que tenía claro es que ninguna de esas historias la alentaba a recorrerlo. Sin embargo, en su mente ya había germinado la semilla de la esperanza, una mala hierba que no se deja arrancar por el miedo o el sentido común.

Desde que su padre había muerto como morían muchos hombres del pueblo, engullido por el mar colérico y codicioso, su vida se había manchado de dolor y desgracia. Su madre se había casado con un hombre que no la amaba, y que le recordaba a los demonios que siempre aparecían en los cuentos infantiles para asustar a los niños malos. Así que para ella el camino de la luna no era una opción. Era una necesidad vital que se le había arraigado a los instintos tanto como el hambre o la sed. Ni siquiera sabía qué era lo que más deseaba, pero necesitaba una oportunidad, un cambio en su vida. Algo que solo podía darle la luna.

Ya lo había intentado otras noches, cuando el bello satélite había abierto aquel paseo hacia sus sueños, pero nunca había llegado a tiempo. Aquella noche se hizo a la mar mucho antes, en una pequeña barca de madera tintada de alegres colores que se ensombrecían bajo el crepúsculo. Ya llevaba un buen trecho recorrido cuando la mágica luz blanquecina comenzó a danzar sobre el océano ondulado. Remó sobre el reflejo hasta que le dolieron los brazos. El bote se meció suavemente, acunado por la noche. El camino seguía extendiéndose hacia el horizonte, infinito. Suspiró, volvió a coger los remos y siguió por el sendero a pesar del ardor que le recorría los músculos. Aquello era un minúsculo esfuerzo que no podía compararse a la grandeza de lo que le esperaba.

Pasó la noche remando, temerosa de que se hiciese de día y la luna la abandonase, una vez más. En su mente resonaban los comentarios escépticos sobre aquel camino, y más de una vez estuvo a punto de creerlo ella también. Pero cuando se dio por vencida, con los músculos temblando y las lágrimas de decepción en sus mejillas, observó que unos metros más allá, las aguas dejaban de iluminarse. Al principio pensó que efectivamente todo había acabado, que la luna se había marchado de nuevo e iba a dar paso al sol en la infinita danza que llevaban sobre la alfombra del firmamento. Que tendría que regresar de nuevo a aquel pueblo envejecido y extrañamente conservado por la sal, bendecido y maldito por aquella masa de agua azul. Pero entonces, mientras se secaba las lágrimas, lo vio. Había un enorme círculo blanco flotando en la superficie. Era el reflejo de la luna, y el final del camino. Se perfilaba fantasmagórica, rodeada de aguas profundas y negras que ansiaban invadir su magia blanca, pero su interior prometía lo que ella anhelaba, produciendo una vibración tan dulce que juraría que le cantaba.

Y no sentía dolor, ni cansancio, ni tristeza. Remó lentamente, ya sin prisa, hasta que la barca flotó sobre la laguna lunar. Se inclinó hacia el círculo, y lo tocó con la punta de los dedos. Las yemas se impregnaron de un líquido níveo y brillante. Se llevó los dedos a los labios, y disfrutó del sabor más dulce que jamás había catado. Se quedó unos instantes disfrutando, iluminada y acariciada por la brisa pelágica. Volvió a centrarse en la laguna y le pareció ver algo en el centro. Oh, sí. Lo veía. Allí estaba, allí tenía lo que más deseaba, lo que más feliz la haría. Intentó alcanzarlo, introduciendo el brazo, pero no fue suficiente. Se puso de pie, intentando mantener el equilibrio, y se inclinó aun más. Tenía que alcanzarlo. Estaba tan cerca, que solo necesitaba estirarse un poco más. Solo un poco más.

La pequeña barca se balanceó y volcó, abocándola al denso líquido lunar. Sintió como la engullía, la tragaba, tiraba de ella con sus prolongaciones sobrenaturales. Sintió como le ofrecía la muerte dulce. Y es que quizás, todo aquel que recorría desesperado el camino, sólo ansiaba dejar su vida atrás.

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