Así que aquí acaba todo. Todos creemos que somos especiales, únicos, inalcanzables… No sabemos que en realidad estamos completamente equivocados. Todos somos iguales, mortales. Un simple y efímero sueño. Somos un puñado de cenizas a merced del viento.

Me encuentro sentado en su banco. Nuestro banco, esperando al momento propicio. Atento ante cualquier señal de que debo actuar. De que debo seguir con mi cometido. Es ahora o nunca.

Escuchad bien, porque solo contaré esta historia una única vez. Es el tiempo que me queda antes de marcharme por siempre. Antes de desaparecer en un mar de brumas y dejar que mi mente quede atrapada en el limbo de los pecadores. Ese es mi sacrificio. Y estoy dispuesto a aceptarlo con los brazos abiertos. Porque… en eso consiste el amor, ¿no?

Si os soy completamente sincero… yo ya estoy muerto. Morí hace tiempo, condenado a que mi alma vagara por este Tártaro de oscuridad y tinieblas. El infierno no es un lugar, simplemente es un producto de nuestra propia mente, y es por eso que he decidido ponerle fin. Voy a morir, y está vez de verdad, sin meras metáforas de la vida.

La primera vez que la muerte me tocó fue a causa de ella. Una simple mirada bastó para matarme y devolverme a la vida en apenas un instante.

La segunda vez que me visitó la figura encapuchada y me apuntó con su guadaña fue la que me consumió….

Existen muchos tipos de amor en este mundo, e infinitas maneras de expresarlo. La que relataré a continuación es una extraña forma de hacerlo. El Sacrificio por amor. Un sacrificio que acabó con mi cordura, que me condenó y que me arrastró hacia el más profundo de los infiernos existentes de la Tierra. Mi mente.

Mi vida era perfecta. No había nada de lo que me pudiera arrepentir. Llegué hasta plantearme si todo aquello no era más que un sueño. Pero como todo sueño, llega a su fin. Y tuve que despertar. Y lo que me encontré al abrir los ojos…

Mi esposa se hallaba enferma. Muy enferma. Una extraña dolencia se había ido apoderando de su cuerpo paulatinamente. Al principio era casi imperceptible. Sus extremidades se apagaban, sin responder ante ningún estímulo, para volver a la normalidad al cabo de unos minutos. Luego apareció aquel persistente temblor que evolucionó a la parálisis. Una parálisis que no se detuvo, y se fue extendiendo por sus brazos y piernas, por su cintura… hasta que dejó de ser dueña de su propio cuerpo. Éste estaba muerto. Ahora solo podía hablar y observar el horrible confinamiento en el que se encontraba cautiva.

Ambos sabíamos que aquello no duraría. En pocas semanas su rostro también quedaría afectado por la enfermedad, al igual que el resto de su cuerpo, dejando en cuarentena su magnífica mente tras esa prisión de carne y hueso.

Y lo inevitable ocurrió. Pero justo antes, ella me hizo una última petición. Me hizo jurar con un beso su destino. Un destino que dependía completamente de mí. Su final.

Cuando llegó el momento en que ella perdió el control total, yo muy a mi pesar… tuve que actuar. Me acerqué a aquel cuerpo inmóvil que había pertenecido a mi amada compañera, y la besé en sus fríos y cortados labios. Me senté a su lado, en nuestro dormitorio, y con el rostro cubierto de lágrimas, y un cojín de color escarlata entre mis manos le arrebaté la vida, o lo que le quedaba de ella.

Es la acción más cruel, y a la vez más hermosa que he llegado a realizar en mi vida. Os preguntareis… ¿hermosa? Pero es así, es la muestra de amor más sincera y profunda que jamás alguien pueda llegar a realizar nunca. El sacrificio de aquello a lo que más quieres por su bienestar.

Así que ahora me encuentro en el banco donde nos conocimos, ebrio por todas las lágrimas que he derramado. Y a pesar del dolor que siento, sé que es lo correcto. Cierro los ojos un instante y dejo que una extraña escena se forme ante mis ojos.

Me siento como en un pequeño velero a la deriva, abandonado en lo más profundo del océano. Y noto que me ahogo. Que el aire me falta. Trato de aspirar con fuerza, pero me doy cuenta de que ese velero ha naufragado, y que no soy más que una borrosa figura en la profundidad del gran azul. Inconscientemente abro mis pulmones con tal de que llegue a mi una brizna de oxígeno, pero lo único que consigo es que entre a mis pulmones una fría y turbia agua. Asfixiándome. Matándome.

Trato de salir a la superficie, agitando los brazos, pero noto como si mis piernas fueran de plomo, ancladas a aquel desierto sumergido, impidiéndome avanzar hacia la vida. Todo está acabando. Noto como mis lágrimas se mezclan en el océano, uniéndose a él, abandonándome. Pero aunque se vayan con todos mis problemas, inquietudes y dudas, sigo notando esa oscuridad dentro de mi, apoderándose de mis extremidades y susurrándome al oído que nunca seré libre. Que debo pagar por mis pecados. Grito con todas mis fuerzas, tratando de que alguien acuda a socorrerme. Pero aquí abajo no hay nadie que pueda ayudarme, nadie quien pueda oírme… así que simplemente cierro los ojos y dejo que mi cuerpo se deje arrastrar por la corriente…

Al abrirlos el dolor se vuelve aun más fuerte. Te sigo amando…

Saco la cartera de mi bolsillo trasero y la abro. Siempre he llevado una fotografía suya encima para que su deslumbrante sonrisa, que siempre la acompañaba, se encontrará conmigo en todos y cada uno de los momentos de mi día a día. Y ahora solo tengo ojos para ese recuerdo de felicidad…

Cuando me entregó esa foto, fue como una promesa de todos los buenos momentos que estaban por venir, una promesa de nuestro amor. Ahora solo me queda ese recuerdo. Es la pequeña luz de una vela, una vela que se encuentra suspendida en la inmensidad de la noche, solitaria, pero al fin y al cabo sigue siendo una luz.

Y es entonces cuando, sin apartar los ojos de la fotografía, levanto el revólver y aprieto el gatillo.

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