Sabía que cada vez que soñaba con ella todo lo veía borroso. Lo sabía porque me preguntó por la razón hace mucho tiempo. Sigo recordando su carita redonda, llena de lágrimas, preguntando por qué no podía ver a mamá.
El día que se fue, esa mujer dejó a su hijo de 5 años llorando, gritando y aporreando la puerta con sus puñitos.
Me desperté cuando Raúl comenzó a hablar en sueños. Hacía mucho tiempo que me había acostumbrado a escuchar su voz mientras dormía para que así, cuando se despertase sobresaltado, la primera cara que viera fuera la mía.
– ¡¡Mamá!!
Al entrar vi como miraba a su alrededor, el sudor le recorría todo el cuerpo y respiraba con dificultad. Era temprano, pero con la luz que se filtraba por las persianas veía lo suficiente para acercarme y sentarme a su lado.
– Ya han pasado 10 años desde que se marchó, sabes que no volveremos a verla.
Le había dicho tantas veces aquella dichosa frase que mi tono sonaba cortante.
– Quiero encontrarla.
– Sabes que tardaríamos mucho tiempo, no sabem…
No era la primera vez se le metía en la cabeza esa idea absurda, y tampoco era la primera vez que yo intentaba quitársela.
– Yo ya sé algo.
Mi hermano se levantó de la cama y se acercó a su escritorio de dónde cogió un sobre. ¿Qué es lo que había dicho? Noté como la bilis subía por mi esófago debido al pánico.
– El año pasado, con mis ahorros, contraté a un detective privado. Sé que no te ha gustado nunca la idea, pero dice que está en Sanlúcar de Barrameda.
Escuchar su esperanza fue lo que más me dolió en el mundo. Fui consciente de aguantar el aire. Me hervía la sangre. Años de repetición y de esfuerzos tirados a la basura.
– Esa mujer ya no es nuestra madre y no vas a ir a buscarla. Tienes 16 años y que hayas malgastado tu dinero en eso…
Me levanté con ganas de llorar.
– Esto es demasiado para hablarlo ahora, esta noche lo discutimos.
Mi cabeza bullía cuando llegué al trabajo. Se me iba a hacer eterno esperar a la cena para poder hablar con él. Me sentía un poco mal, así que le mandé varios mensajes para disculparme, pero no respondió ninguno.
Miré la pantalla del ordenador intentando concentrarme, pero no podía.
Habían pasado 10 años. 10 años en los que había luchado para que ese día no llegara nunca… pero no podía enfadarme con él. A sus 16 años aún no sabía nada, no era consciente de porqué nuestra madre se fue.
Llegué a casa por la tarde. Era viernes y no esperaba encontrármelo en casa, así que me puse cómoda y me senté en la encimera comiendo helado mientras repasaba lo que quería decirle a Raúl cuando llegase para cenar. No había recibido ninguna noticia suya en todo el día, así que cuando sonó el teléfono de casa lo cogí pensando que sería él, pero una voz corroída y pastosa inundó mi tímpano y me heló la sangre.
– Acabo de ver a tu hermano. Sé que es él. Será mejor que vengas y te lo lleves antes de que pase algo que no queremos que suceda.
Colgó tan rápido que no me dio tiempo a responder. ¿Cómo que Raúl estaba allí? Sin pensar solté el teléfono y salí de casa buscando las llaves del coche.
Creí que llegaría un punto donde me quedaría dormida, pero recorrí las 6 horas de viaje. Mi hermano no respondía a ninguna de las llamadas, así que sin saber muy bien qué hacer reservé un hotel y le envié un mensaje para que por lo menos pudiera dormir en algún sitio. Al rato, los del hotel me llamaron para informarme de que mi hermano solicitaba una habitación para él solo. No pude negarme. Si no quería verme y escucharme era porque sabía que podía hacerle cambiar de opinión.
Fui tan poco responsable que cuando me desperté habían pasado las 12 del mediodía. Salí tal cual de la habitación, pagué en recepción y pregunté por mi hermano. Se había ido.
El pueblo no era muy grande, el día era cálido y al ser sábado las familias habían salido de paseo. Las calles estaban llenas de gente, ¿cómo iba a encontrarlo? Cerré los ojos y respiré profundo. Quizá no era tan malo que Raúl finalmente viera a nuestra madre; quizá había sido cruel no decirle la verdad; quizá debía tomarme las cosas con calma y apoyarle en su decisión hasta el final… Había tantos quizás.
Le llamé y aunque no esperaba que contestara, lo hizo.
– ¿A qué has venido?
Ni un «hola», ni unos «buenos días» … directo al grano. Cogí aire y respondí como en ese momento creí que debía hacerlo. Si quería descubrir la verdad me quedaría a su lado.
– No podía dejarte solo buscándola.
Raúl se había quedado pensativo, era mi oportunidad.
– ¿Dónde estás? Déjame estar contigo.
– Estoy cerca de un bar dónde, según el detective privado, suele estar.
– ¿La has visto?
– No, necesito acercarme más. Pero… quiero que lo hagamos juntos Sara, quiero ver a mamá contigo.
– Mándame la localización. Voy a buscarte y… espérame, ¿vale?
No tardó mucho en llegar el mensaje, pero tardé más en llegar junto a él. El bar estaba en la plaza principal del pueblo, abarrotada con terrazas y de gente paseando. Apartaba las palomas a mi paso cuando lo vi en pie sobre el bordillo de la fuente central de la plaza. Me acerqué a él y lo agarré del gemelo al llegar a su lado.
– Debe trabajar allí
Me miró desde arriba mientras yo dirigía la vista hacia la heladería que hacía esquina, dudando muy seriamente de que la mujer que nos dio la vida trabajara allí.
– ¿Estás seguro?
– Me ha dicho que siempre la ve junto a la heladería.
Asentí silenciosamente mientras esperaba a que reuniese el valor de acercarse. Le seguí cuando se puso en marcha, esquivando a las personas que nos venían de frente. Mientras yo me dirigía al interior del establecimiento Raúl me agarró el brazo con tal fuerza que me hizo girar a toda prisa; quería regañarle porque me había hecho daño, pero no pude hacerlo. Mi hermano miraba fijamente hacia un banco, desde el cual una mujer vestida de negro nos miraba aterrorizada.
No hizo falta más que esa mirada para que hasta él supiese quién era. Sus ropas estaban andrajosas, su piel pegada a los huesos, se la veía consumida.
– ¿Mamá?
La pregunta de Raúl salió con un hilillo de voz. Noté como me soltaba el brazo e instintivamente lo agarré para que no se acercase más; estaba viendo más de lo necesario. Todo sucedió en un momento: mi madre echó a correr y Raúl se soltó de mi con un fuerte tirón. Salió corriendo detrás suya, apartando a la gente a su paso.
– ¡¡Raúl!!
Salí corriendo tras él lo más rápido que pude, pero no fui capaz de seguirle el ritmo. Sorprendentemente nuestra madre era rápida moviéndose entre la gente. Lo seguía pegando empujones, intentaba no perder de vista su espalda. Giramos en varias calles, cada vez más vacías, y cuando por fin llegué hasta él, lo vi parado en mitad de un pasadizo, buscando detrás de varios pilares con cara de frustración.
– La he perdido -. Me dijo con la respiración entrecortada.
Lo cogí del hombro intentando recuperar el aire.
– Esa mujer, sea quien sea, no es nuestra madre.
Le di tiempo. Tenía que pensar en muchas cosas y fueran las que fuesen, sabía que me las iba a contar. Comenzó a sollozar ocultando su cara en mi hombro mientras me abrazaba. Lo hacía con fuerza, como si al apretarme la frustración fuera a desaparecer. En ese momento lo entendía tan bien que resultaba doloroso.
– El detective se ha equivocado, eso es todo, ha debido de equivocarse.
Repetí la mentira una y otra vez, convirtiéndola en un mantra que para lo único que sirvió fue para auto convencerme de que la verdad no le haría ningún bien.
Mientras reconfortaba a Raúl una portezuela verde se abrió; no vi quién la movía, pero sabía que era ella. Con rabia abracé a mi hermano, a un muchacho de 16 años, mientras su madre se escabullía detrás de una puerta, esperando a que nos marcháramos.
Convencí a Raúl de quedarnos a pasar el día, y como hacía muy buen tiempo, aprovechamos el sol comiendo helado y paseando por la playa.
Por la noche salí de la ducha y vi que se había quedado dormido. Me vestí mientras miraba cómo se revolvía entre las sábanas; no estaba teniendo un sueño agradable, así que me reservé las ganas de tumbarme a su lado para luego. Tenía algo que hacer.
Me costó un rato encontrarla, pero cuando llegué hasta ella estaba a punto de pincharse, buscándose una vena hinchada por la presión del cinturón que tenía atado. Me entraron ganas de vomitar e interrumpí la escena antes de ver algo que no deseaba.
– Veo que los malos hábitos siempre vuelven…
Ella me buscó con la mirada perdida. Estaba colocada. Dejó la jeringuilla a un lado y desabrochó el cinturón. Me di cuenta de que al estar frente a ella ese momento me superaba, y no pude aguantar las lágrimas.
– No tendrías que estar viendo esto si no me hubieras echado de casa.
– No te eché de casa y no iba a permitir que arruinaras la vida de Raúl.
No fui capaz de mantener mi vista en sus ojos vidriosos y bajé los míos al suelo. No conseguía reconocer a mi madre
– ¿Qué hay de la tuya?
– La mía la destrozaste muy bien después de la muerte de papá, gracias.
La escuché reírse.
– ¿Qué le vas a decir a tu hermano?
– ¿Te preocupa?
Me tomé unos segundos mirando a mi alrededor.
– No le voy a contar nada porque como madre no existes.
Seguía son su risa baja y sombría.
– Entonces, ¿qué es lo que soy?
Tenía que zanjar la conversación. Estaba tan nerviosa que me dio igual llegar a ser cruel.
– Una yonki.
Sabía que me había pasado, pero en este momento me dio igual. Le di la espalda para marcharme.
– Hace algunos años me llamabas mamá.
– Eso fue antes de verte drogándote.
– Te dije que lo dejaría.
La ira se apoderó de mí, me giré y sin preocuparme por las lágrimas la encaré.
– Tuviste 3 años para dejarlo. ¡Tres! Años en los que volvía a casa antes de recoger a mi hermano del colegio para asegurarme de que no había una loca flipándolo en el salón de casa. ¿Así me demuestras que querías dejarlo?
– Realmente me da igual.
Me quedé pasmada, definitivamente me había roto. Sin esperar a una respuesta de mi parte se colocó de nuevo el cinturón.
– Esto es lo único que necesito -, dijo alzando la jeringuilla – podéis iros a la mierda tú y tu hermano.
Me sequé la cara y antes de ver nada me fui sin decir adiós, caminando con toda la calma que pude por la calzada de albero.
Cuando regresé al hotel Raúl estaba despierto, esperándome sentado en la cama. Me quedé junto a la puerta sin saber qué hacer; él me miraba y a mí me temblaban las piernas.
– Sé que era mamá.
Escucharle decir eso me hizo llorar de nuevo, no tenía fuerzas para seguir. Me apoyé en la puerta y me dejé caer. Él se acercó a mí a toda prisa y me abrazó.
– no me protejas más, ¿vale?
En ese momento lloraba de enfado, de impotencia, de dolor… 13 años de mi vida que habían llegado a su fin.
– Gracias por haber cuidado de mi tanto tiempo Sara, pero déjamelo a mí ahora. Déjame cuidar de ti.
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