Se levanta con los primeros rayos de sol, y lo primero que necesita es beber un gran vaso de agua, sentir como baja por su garganta y despierta sensaciones a su paso. Beber agua le despierta, literalmente.

Entonces se mira en el espejo y sonríe, se sonríe a ella misma, a sus miedos, a su falta de autoestima, no a su reflejo.

Su reflejo no le gusta, pero quiere gustarse, merece quererse.

No puede mirar más abajo de su cuello, no le gusta la imagen que le devuelve, llora desde dentro, porque no tiene un cuerpo perfecto.

Pero es preciosa, es bonita, solo que ella no puede verlo, no cree en ello.

Se viste en silencio.

A veces, de manera automática, inconsciente, sin haber preparado previamente lo que va a ponerse.

Otras veces, cuando un atisbo de autoestima florece sin permiso, le empuja a buscar esa blusa que acentúa su sonrisa, esa falda que le hace sentir bonita, y se viste con calma, entusiasmada.

Esas veces comienza a verse como lo hacen quienes la quieren. Esas veces está aprendiendo a quererse.

Hoy no era una de esas veces, pero aun así sonreía.

Fue al tocador en busca de su neceser de maquillaje. No es algo que necesite, se siente cómoda sin maquillar, pero a veces, se maquilla, para resaltar aquello que le hace sentir bonita.

Le encanta su pintalabios rojo, tiene varios de diferentes tonos.

Antes no se atrevía a usarlo, lo veía demasiado para ella, y sin embargo le encantaba como quedaba en las demás mujeres.

Un día probó, y se enamoró. Ya no sale de casa sin pintar sus labios de rojo. Su sonrisa le gusta más así.

Se siente como una más, por fin, y tan solo hizo falta atreverse a gustar como hacen las demás, aquellas en las que se fijaba, con las que se comparaba, y pensaba que nunca llegaría a ser igual.

Cogió su Ipod, abrió la puerta de casa y salió para perderse.

Le gusta el olor a primavera, a hierba recién mojada.

Camina sin rumbo, se deja llevar, observa su entorno, sonríe a lo que le hace feliz.

Sonríe porque huele a pan recién hecho, sonríe al perrito que se cruza en su camino, sonríe a la margarita solitaria, que no duda en crecer y ser parte de lo bello por sí misma.

Sonríe al pajarillo que se posa en un banco, al gato que maúlla mientras se esconde entre jardines olvidados.

Sonríe al niño que corre, al bebé que se emociona y ríe con entusiasmo.

Sonríe a la pareja de ancianos que caminan de la mano, rescatando costumbres, demostrando que el amor no se ha acabado.

Sonríe y le sonríen, y sonríe más grande, porque se contagia, tiene esa magia.

Y entonces se siente bonita, porque sonríe y también con la mirada, y eso hace una cara bonita, toda ella en conjunto, su persona.

Y se siente ligera, no le pesan sus miedos, sus complejos. Ahí no hay espejos que despierten a su enemigo, a su crítica constante, solo está ella y su sonrisa.

Pasó la mañana contagiando esa alegría al que se cruzaba en su camino.

Al que iba cabizbajo, una manera de caminar algo torpe le obligó a levantar la cabeza al toparse con sus pies, y entonces, al encontrarse frente a frente con esos ojos, de mirada divertida, de pronto sin quererlo, sonrió. Y eso la hizo feliz.

Finalmente, sus pies le llevaron de nuevo hasta la puerta de su casa. Abrió y entró.

Y allí estaba, aparentemente indiferente, majestuosa, tranquila en el alféizar de la ventana.

Misi es su compañera, su amiga, su hermana, su peluda, su minina.

Es el caos que pone orden en su mente, la que ayuda a que se vayan sus fantasmas con sus ronroneos.

Es quien la escucha en silencio, a su manera, mientras entorna los ojos y estira su lomo de forma casi insultante.

Es su compañera de juegos, la que le muerde los pies bajo las sábanas, quien se acurruca en su regazo en el sofá.

La que desordena sus papeles de trabajo porque también hay tiempo para el descanso, la que olisquea curiosa su taza de café.

Es su única compañía constante, y no busca ninguna otra.

Ya no cree en cuentos de hadas, ni que un príncipe azul venga a buscarla. Tiene su propia versión, y eso le basta.

Entonces llegó una carta, donde ponía que ya no la quería, que no podía seguir formando parte de su vida, y su sonrisa se borró por un instante.

No entendía nada, su cuerpo lloraba de rabia.

Tiró todo lo que tenía a mano, imaginando que en el suelo estaría él para notarlo.

Imaginó como lo arañaba, como le pegaba, sin miedo a hacerle daño, sin freno que la apartara de hacer algo más serio.

Por suerte para él, no estaba con ella en ese momento, ni en aquel suelo.

Ese suelo donde fueron uno solo innumerables veces, donde se recorrieron a besos cada poro, cada curva, sin medida, sin vergüenza, sin tiempo y a destiempo.

Pero ella seguía ahí rabiando, arrodillada, humillada, olvidada, por aquel que fue su norte, su vida, su centro.

Y lloró hasta quedarse dormida de puro agotamiento.

Despertó de madrugada y se miró al espejo, quizá buscando respuestas en su propio reflejo.

Intentó sonreír, como siempre había hecho, pero esta vez no pudo hacerlo.

Cerró sus ojos, se cerró su estómago, se hizo un ovillo y se abandonó.

Con el paso de los días, comenzó a verlo donde no se hallaba, a oírlo sin éste articular una sola palabra, sentir las caricias que no llegaban, oler el perfume que ya no quedaba.

Hablaba sola, le hablaba a él, hablaba a Misi, se creaba su armadura, para que nadie nunca pudiera volver a dañarla.

Ya no le quedaban lágrimas, no tenía fuerzas para nada, tan solo las justas para meterse en la bañera y olvidar.

Y así lo hizo.

Misi comenzó a maullar insistentemente, Misi quería entrar, pero ella no parecía estar para su confidente.

Pasaron los días.

Y volvió a despertarle la primera luz del día.

Bebió de su vaso de agua que esperaba en su mesita y se quedó sentada al borde de la cama.

Le picaban las muñecas, se rascaba con cuidado, aún dolía, pero ella sonreía.

Su sonrisa se había vuelto vacía, automática, como si de un tic se tratara.

Su mirada estaba perdida, buscando sus sueños entre las paredes de su nueva habitación, tan blanca y tan fría.

Ya no tenía pintalabios rojo que ponerse, pero un mordisco en su labio le valía.

Repartía la gota de sangre entre los surcos de sus labios tristes, y pintaba una nueva sonrisa. Ya estaba lista.

Aquella persona que tanto daño le hizo, un día le dijo que con su sonrisa todo lo conseguiría.

Se dio cuenta de lo ingenua que había sido, qué cruel mentira.

Sus muñecas suturadas dieron paso a una sonrisa forzada, aquella que se negaba a abandonar, porque, al fin y al cabo, su sonrisa estuvo siempre con ella, eran las únicas que se conocían, la única que siempre le había hecho sentir segura, algo más bonita.

Quizá le venció a ella, a sus sueños, a su persona, pero no pudo con su sonrisa, aunque fuera fingida.

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