Los últimos perros que vieron aquel promontorio sobre el pedregal, se hicieron la ilusión de su primer comida en años, pensando que era un cimarrón herido que se apresuró a morir. Pero cuando quedó varado en la tierra, y le quitaron a mordidas los matorrales desérticos, los filamentos de calliandra, y los restos de légamo y otros calores que llevaba encima, sólo entonces descubrieron que era un cadáver humano.
Lo mordieron toda la noche, hurgándolo y desbaratándolo en el cieno, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en las calles. Los hombres que lo cargaron hasta la iglesia, notaron que pesaba más que todos los muertos del mundo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo muriéndose y el calor se le metió dentro de la carne. Al tenderlo sobre el suelo, vieron que había sido muy alto, pues apenas si cabía en el corredor de las limosnas. Pensaron que quizá se trataba de un indio Yaqui, cuyas facultades mágicas le permitían crecer incluso después de morir. Tenía el olor del desierto, y sus ojos cerrados los hizo suponer que murió dormido, porque su piel estaba revestida de una coraza húmeda de sueños.
Tuvieron que limpiarle el rostro para saber que era un muerto de otra parte. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de adobe, con patios de piedra en el extremo de un erial desértico; y donde el agua era tan escasa, que las mujeres andaban siempre con el temor de que la sed les matara el espíritu, y a los pocos hombres que les iban doliendo los años con cada tristeza que los endurecía. Pues el desierto era agresivo y estéril, y ningún campesino se aventuraba a caberle en lo lejano. Así que cuando hallaron el cadáver, les bastó con mirarse unos a los otros para saber que se trataba de un forastero.
Aquella noche no salieron a trabajar en los pozos. Mientras los hombres llevaban la noticia a los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron a cuidar el cadáver. Le quitaron la tierra con unos flabelos de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos desérticos y le rasparon los pedruscos con limas metálicas. A medida que lo hicieron, notaron que sus heridas eran de páramos remotos y arenales profundos, y que sus ropas estaban harapientas como si hubiese vagado por entre laberintos de cactos espinosos. Advirtieron también que llevaba la muerte con orgullo, pues no tenía el semblante solitario que suelen tener los difuntos, ni tampoco la catadura abandonada e indigente de los muertos ordinarios. Entonces, cuando acabaron la limpieza, se percataron de la clase de muerto que era. No sólo resultó el indio más alto, fuerte, viril y huraño que habían visto, sino que aún cuando lo estaban viendo, era tan majestuoso que no les cabía en la imaginación.
No hallaron en el pueblo una cama bastante honorable para acostarlo ni una capilla bastante sagrada para rendirle honores. No le cupieron los zaragüelles de lino de los hombres más largos ni las camisas de manta de los más corpulentos. Fascinadas por su majestad y señorío, las mujeres decidieron vestirlo con un buen pedazo de tela de algodón y una corona de bramantes flores para que pudiera continuar su magnífica muerte. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les pareció que el aire jamás fue tan abrasador ni el desierto estuvo tan calinoso como aquella noche, y supusieron que dichos cambios tenían qué ver con la magia del cuerpo. Pensaron que si aquel indio mayestático hubiera vivido allí, su casa habría tenido las puertas de nogal, el techo de zinc, el piso de barro. Imaginaron también que habría tenido tanta autoridad, que hubiera detenido los vientos calurosos con sólo silbarles; que se habría esforzado tanto en las excavaciones, que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas. Incluso lo compararon con sus propios hombres, juzgándolos incapaces de hacer en toda una vida lo que aquel fue capaz de hacer en su imaginación. Y cuando andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, la más vieja de las mujeres suspiró:
—Tiene cara de haberse muerto sin permiso.
A la mayoría le bastó con mirarlo de nuevo para entender que era verdad. Las más empecinadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ungirlo con sal, pudiera despertarse en un bramido de flores y llevárselas lejos. Pero fue una ilusión inocente, porque la fuerza oculta de su corazón les provocó suspirar una esperanza que les quedó estrecha.
Después de la media noche se adelgazaron las ráfagas del viento; la tierra cayó en el sopor del martes y el silencio acabó con las últimas dudas de los curiosos: el indio murió con permiso de nadie. Las mujeres que lo habían visto desnudo, que lo peinaron, que cortaron sus uñas, no pudieron reprimir su adoración al mirarlo en el suelo, porque les dolía saber cuán infelices eran ahora que ese cuerpo majestuoso jamás estuvo para abrazarlas. Se vieron condenadas en vida a recibir el amor de hombres tibios, a descalabrarse con pellejos sudorosos, a permanecer despiertas, imaginando qué les hubieran hecho aquellas manos duras mientras le suplicaban llenas de fiebre siéntame en tu regazo; y él, las apretaría contra su pecho, con el corazón escaldado de tanto repetir lo mismo con todas, sólo por no pasar la vergüenza de demorarse de amor con quienes le decían, no te vayas, quédate siquiera hasta que se me duerman los muslos. Esto lloraban las mujeres a su alrededor un poco antes del amanecer. Y cuando le cubrieron el rostro con un pañuelo para que no lo agrietara la luz, lo vieron tan desamado para siempre, tan solo, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras lágrimas en su corazón espinado.
Fue una de las más jóvenes que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos; y conforme más chillaban, el indio se les iba volviendo menos majestuoso, hasta que lo lloraron tanto que acabó por ser otro muerto sobre la Tierra. Por eso cuando los hombres regresaron con la noticia de que el cadáver no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un júbilo en el alma.
— ¡Bendito Dios!—, suspiraron. —Nos lo podemos quedar para enterrarlo.
Los hombres creyeron que aquella alharaca no era sino una frivolidad de mujeres; y cansados de las tortuosas averiguaciones, lo único que querían era deshacerse del cuerpo antes que amaneciera el sol bravo del día siguiente. Armaron una parihuela y lo amarraron fuertemente para que no se desparramara por el acantilado. Incluso le encadenaron los tobillos con rocas, así fondearía sin tropiezos por las laderas más profundas, donde los coyotes eran mudos y las serpientes se suicidaban de nostalgia, y donde los malos vientos no se lo habrían de devolver como sucedió en otras ocasiones con viejos difuntos.
Pero mientras más se ocupaban, más tristeza les crecía en el corazón a sus mujeres. Tanta, que lo adornaron con amuletos de cuarzo, poniéndole escapularios de buen sueño, abrochándole pulseras sagradas. Y al cabo de mucho quítate mujer, no estorbes, se les subieron al espíritu las supersticiones más tontas, empezando a temer que con tanta chuchería de altar mayor, les cayera una maldición por andar enterrando indios sin permiso de nadie. Ellas siguieron decorándolo con reliquias embusteras mientras se les iba en oraciones lo que no se les iba en lágrimas, hasta que los hombres acabaron por maldecir semejante alboroto por un muerto desconocido, y una de las jóvenes, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces el pañuelo al cadáver, dejándolos sin aliento.
Era verdad. Se trataba de un indio que murió con permiso de nadie. No hubo que examinarlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho que era un ángel, quizás hasta se habrían impresionado con su semblante divino, con sus alas medio descosidas, con su venablo para matar demonios. Pero este indio sólo podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un animal, sin huaraches, con una toga de algodón y esas uñas de piedra que sólo podían cortarse con cuchillo. Bastó con quitarle el pañuelo del rostro para entender que estaba triste, de que no tenía la culpa de ser tan solo, ni tan solemne, ni tan magnífico; y si hubiera sabido que habría de morirse en las afueras de un pueblo tan desesperanzado, habría buscado un lugar más discreto para no andar estorbando la imaginación ni supersticiones de nadie; para no molestar a los vivos con su humor de muerto. Había tanta tristeza en su modo de estar, que hasta los hombres más enojados, los que sentían amargas las minuciosas noches de calor, temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos por soñar con los indios, hasta esos, y otros más duros, se estremecieron en el alma con su repentina muerte.
Fue así que con su permiso le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse en esa tierra tan árida. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores al fin del mundo, regresaron con nuevas especies sólo por adornarle los ojos llenos de soledad. Pero a última hora les dolió devolverlo desamparado a la tierra, por lo que le inventaron una familia entera de entre los habitantes más respetables, animando a muchos otros a convertirse en sus tíos y hermanos, hasta que todo el pueblo acabó por convertirse de algún modo en su pariente.
Algunos arrieros que escucharon el llanto en la distancia, perdieron la certeza del camino entre los atajos del monte. Y mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada del barranco, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la sequedad de sus sueños, frente al esplendor y majestad de aquel indio de nadie. Lo arrojaron sin caja, por si quería volver, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de años que demoró la caída del cuerpo en el abismo. No tuvieron que mirarse unos a los otros para saberse incompletos. Sabían que todo sería diferente desde entonces; que sus casas tendrían las puertas de nogal, los techos de zinc, los pisos de barro, para que el fantasma del indio pudiera andar por todas partes sin tropezar con las piedras, pintando los muros con apariciones que eternizaran su memoria; seguir cavando en el más allá manantiales al amanecer de años felices, donde los pájaros de grandes nubes aletearan sofocados por una magia desértica, donde Dios tuviera que bajar del universo con su uniforme de estrella polar, y señalando el promontorio de flores en el horizonte del desierto, dijera en un millar de idiomas, miren allá, donde el viento es ahora tan dulce que se queda a dormir debajo de la cama; allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia donde girar el rostro, sí, allá, es el pueblo donde un indio majestuoso murió sin mi permiso.
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