Siempre pensé que en el mundo había dos clases de personas : Yo, y el resto de la humanidad. Mi condición de espécimen insólito no siempre fue motivo de vanagloria; la niñez puede ser muy dura si no aprendes a mimetizarte con lo que dicta la norma. Sin embargo, en la tardía adolescencia y tras mis primeros escarceos con las locuciones latinas, dejé de ser un “bicho raro” para convertirme en alguien sui géneris. Todo suena más rotundo cuando se dice en latín.
Yo temía mucho más a la vida que a la muerte. Salvo aquella vez, a los 9 años, cuando las barbas de un mejillón homicida, casi acaban conmigo de no ser por la pericia de mi madre con la maniobra Heimlich. Debe haber pocas personas que puedan presumir de que sus progenitoras les dieran a luz dos veces, quizás solo los bichos raros… Tras aquella experiencia pseudomortal con el molusco, desarrollé una fobia a todo alimento sólido y potencialmente capaz de matarme, que a pesar de no durar lo suficiente como para crearme un trastorno alimenticio, sí que daba indicios de lo neurótica que habría de ser mi personalidad.
Era yo ya un ser curioso desde la tierna infancia; especialmente inclinada hacia todo lo cernido de misterio y tabúes. Despilfarraba así gran parte de mi ocio, investigando en las sombras todo aquello que la sociedad, los padres y los prejuicios, pueden ocultar a una niña. La muerte y su cerco de mutismo, eran de mis enigmas preferidos; pese a los esfuerzos de mi abuela por hacer de su nieta una ferviente católica, temerosa de indagar en según qué temas.
Irónicamente, fue justo mi señora abuela, la culpable de que mis inquietudes hacia el fin de la vida se antojasen tan viscerales:
Andarían los 90 comenzando cuando un señor, cuya identidad aún hoy desconozco, falleció. Intuyo que no debía este compartir gran parentesco con mi abuela pues, el tipo de aflicción con la que ella aparecía en mis recuerdos, era una mezcla entre histrionismo y diplomacia. El caso es, que aquel difunto desconocido estaba siendo esa tarde velado en su propia casa, y mi abuela viose obligada a pasar a dar sus cuestionables condolencias conmigo y mis cinco años a su cargo. Por supuesto, aquel evento no era cosa de niños y tener que poner a semejante criaturita a escasos metros de la innombrable muerte, le añadía un plus de fastidio a aquel inoportuno protocolo fúnebre. Fue notable el enojo con el que la observé perderse entre una multitud plañidera y enlutada, rumbo hacia el ataúd y su viuda. Después, la rabia se tiñó de espanto cuando atisbé el semblante de la señora a la que habían encomendado mi custodia. Si no lo tenía, debía de estar ya rondando el siglo, y su mirada vetusta me sonreía de soslayo, no fuera a ser que alguna vecina la viese lucir dentadura en el velorio. La longevidad de mi centinela y la garantía de que jamás saldría a correr tras de mí, fueron el incentivo que mi necesidad de fisgar necesitaba. Y tan pronto como me zafé de aquellos dedos trémulos, avancé como un verdadero ninja entre faldas renegridas dispuesta a encontrarme cara a cara con la muerte.
El miedo, una vehemente atracción, la más morbosa euforia y un extraño sentimiento de culpa, me poseyeron cuando mis ojos vislumbraron la caja, justo entre las nalgas de dos señoras orondas que criticaban a una tercera que había osado venir vestida de gris. Tenía que mirar allí dentro fuese como fuese, estaba tan cerca de ponerle rostro a la parca que entreoír la voz de mi abuela no muy lejos de mi posición, no me frenó.
Fue rápido, fugaz y automático, el tirón del brazo que me propinó la abuela sin saber que mi mirada había sido más rauda que sus reflejos. Sin embargo, yo sigo viviendo aquella épica escena en slow motion. Es muy probable que esta remembranza, esté aun teñida por la pasional inventiva con la que una niña mira por primera vez algo con lo que antes solo había fantaseado; pero yo recuerdo a aquel señor, color verde fosforescente.
El verde lima de su rostro dormido, el rojo brillante de la corbata y el impecable negro azabache de su traje, formaron la bandera de Malawi difuminándose cuando la sacudida que me alejó del féretro desenfocó esta primigenia imagen que tengo del óbito. Aquel señor verdoso sin nombre y yo, sellamos esa tarde un pacto tácito de silencio, y mi abuela jamás supo de nuestro encontronazo visual que tanta carga a su conciencia habría supuesto.
En mi siguiente experiencia infantil con la muerte, esta nos rozó más de cerca. Mi ya conocida abuela, se vio a sus 63 años, cautiva de un luto legado por las malsanas costumbres de su esposo.
Todavía puedo verle allí sentado, en el mismo taburete paticojo y oxidado, donde la barra del bar se esquinaba, un sol y sombra como desayuno, sus gafas de filo plateado filtrando la ternura con la que siempre me miraba, y el cigarrillo rubio asomando bajo su bigote entrecano. El repostaje del abuelo en aquel café – bar, solía coincidir con mi itinerario hacia el cole y siempre que mis ojos lo encontraban entre los cristales del local, entraba a robarle sus abrazos envueltos en amor, humo y anís. Resulta paradójico que los vicios que le llevaron al ocaso, formasen parte de uno de los recuerdos más entrañables que conservo de él. Pero el abuelo era un hombre de los de antes, de los de llevar razón, de verdades absolutas, y de hábitos tan arraigados que ni dos amagos de infarto consiguieron desarraigar. Él siguió en su esquinita del bar, con su copa de anís y coñac en la mano, el penúltimo cigarro apurado hasta el filtro y un corazón que no le aguantaba el ritmo a su rutina. Años después de que él nos dejase, se siguieron encontrando cajetillas de tabaco en los lugares más insospechados.
El abuelo nos amaba con cada milímetro de su ser, pero decidió avivar la crónica de su propia muerte anunciada.
Yo no estuve en el hospital, no lo vi en su velatorio, no fui a su entierro; la muerte seguía sin ser cosa de niños. El abuelo pasó para mí, directo del taburete al nicho. Aun así, habiendo sido privada de procesar sanamente mi duelo, logré despedirme de él. No sé si fue mi cerebro intentando sanarse a sí mismo, o si tuve una experiencia mística con el más allá; pero el abuelo vino a buscarme y tuvimos un encuentro onírico tan real y reconfortante, que jamás arrastré secuela alguna debido a su pérdida.
Aquel sueño quedó tan grabado a fuego como el recuerdo de su bigotillo exhalando humo a las 8 de la mañana : Yo sabía que él estaba muerto, por eso quedé paralizada de miedo cuando le vi bailar por el pasillo. Nunca se había su cuerpo visto envuelto en ademanes tan efusivos, estaba pletórico, reluciente e irradiaba tanta felicidad como yo incertidumbre y temor. Al llegar a mi lado, se agachó, me miró por última vez a través de sus gafas plateadas y con la misma ternura de siempre me susurró : “No estéis tristes por mí”. Después retomó su danza. Y cuando su figura burló a mi vista, sus risotadas aun reverberaban entre los muros del pasillo.
No debía ser tan trágico el asunto este de morirse si tan contento estaba el abuelo, pensé yo. Luego recordé a Santa Teresa, que también abandonó lo mundano encantadísima de la vida, según contaba la abuela en su cruzada personal por beatificarme.
La segunda vez que vi un cadáver ya había cumplido los 20. Estudié enfermería convencida de que la morgue de la facultad de medicina, sería mi segundo aula. Sin embargo y para mi eterno fastidio, jamás pisé aquel lugar. Como la muerte no vino a mi, tuve que ir yo en su búsqueda. Pero las destrezas ninja de las que presumía en mi infancia, se fueron junto con la inocencia; y todos los intentos de allanar aquel almacén de anatomía en formol, resultaron fallidos.
Fue durante una de mis prácticas hospitalarias, cuando la ocasión se me presentó, azarosa e inesperada como la misma muerte. El corazón del señor mayor de la habitación 310, estaba dando sus últimos pálpitos. Contuve la respiración al cruzar el umbral de aquella puerta, y mi corazón quiso escapárseme del pecho mientras la cerraba, hallándome a solas con aquel hombre tenue y sedado. No me atreví a tocarlo mientras aun respiraba, la fragilidad de su vida me aterraba, imaginar qué sería en aquel momento de su conciencia me consumía y solo pude acompañarlo a morir con el sentido de la vista. No sé cuánto tiempo permanecí quieta esperando el momento, pero mientras hubo signos vitales, hubo emociones encontradas revolviéndose en mi cabeza. Después llegó la paz, el silencio se hizo más tajante, fue evaporándose el miedo y el tacto entró en escena cuando tuve yo misma que amortajarlo.
Y es que como ya dije, a mí me daba miedo la vida y no la muerte. La muerte no duele, la muerte no siente, la muerte solo te golpea una vez; y los complejos, los miedos y la tendencia humana al autocastigo, ya no importan cuando no existes.
El tiempo avanzó dejando atrás mis anteriores mortecinas vivencias. Muchas más ocasiones laborales tuve de verme cara a cara con la muerte, y no llegaron jamás mis emociones a acostumbrarse a la transición del ser al no ser. Cuantas más veces era espectadora de lo trágica que es la muerte para el que sobrevive, más empecé a temer la vida. ¡No podía a mí darme por procesar aquellos episodios como una revelación que me alentase a exprimir las ventajas de estar viva!. No. Yo prefería cambiar el carpe diem y todo su peso literario desde Roma a la actualidad, por un célebre homo homini lupus. Vamos, que no era yo precisamente muy de filtrar el mundo con optimismo. A mí me gustaba sufrir casi tanto como me horrorizaba. Lástima que ya sea tarde cuando tiene una estas epifanías. Y cuando digo tarde, no es cosa de mi retórica pesimista moldeando el lenguaje; es tarde porque todo tiene remedio menos la muerte.
Ni túneles de luz, ni un ángel custodio agarrando mi mano, ni toda una vida pasando ante mis ojos como una película de 35 mm. Yo tenía que ser excéntrica hasta en mis últimos instantes. No he dejado de reprobarme hasta el mismísimo final. Y es que ya me enseñó el abuelo que hay costumbres tan enraizadas que solo cesan con la muerte.
La vida me atormentaba, eso pensaba yo. Sin embargo ahora caigo en la cuenta de que era yo quien atormentaba mi vida. Cambié la ilusión por el inconformismo crónico y se me fue la vida buscándole sentido al vivir. Me olvidé de quererme, de disfrutar, de ser feliz, del collige, virgo, rosas, de todas las conferencias sobre optimismo y motivación que había visualizado, y de lo breve e incierta que es la vida. Pero la redención ya no existe y no importa. Ni siquiera yo existo, e importo tanto como una frase célebre loando a la vida, grafiteada en un muro que muchos leen y nadie reflexiona. Soy el “no le des demasiada importancia a la vida, nadie sale vivo de ella” con el que un ponente anónimo cierra una charla sobre pensamiento positivo. Soy la moraleja de cualquier película taquillera en la que alguien se supera a sí mismo. Soy el lema de ese movimiento revolucionario que la historia olvida. Soy el eco fugaz y nostálgico que deja un proverbio rezando en un azucarillo. Soy César Augusto balbuceando el acta est fábula, plaudite en su lecho de muerte. Pero tú, el que lee las últimas divagaciones de mi existencia desvanecida; tú aún estás vivo, y la vida jamás puede darte más miedo que el hecho de que sea finita.
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