CAPÍTULO 1
Las espadas entrechocaron nuevamente con fiereza emitiendo un sonido que resonó por todo el patio interior e hizo que decenas de espectadores contuvieran el aliento. Los contendientes se separaron un instante, notando el peso del cansancio sobre sus cuerpos.
– No lo haces mal, chaval – concedió el mayor de ellos.
Se trataba de uno de los mejores caballeros del rey George III, sus cabellos ligeramente veteados de gris y su ya algo encorvada pose podrían llevar a pensar que no sería un rival duro de batir. Pero el joven que se encontraba frente a él había tenido en cuenta su vasta experiencia y destreza, había procurado mantenerse a salvo de las rápidas y precisas estocadas y alargar el combate en la medida de lo posible para compensar con su juventud su menor habilidad. No se trataba de cualquier muchachito que sueña con ser caballero, sino del príncipe Anthony, heredero al trono del pequeño, pero hermoso reino vecino de Naukala y desde hacía casi tres años el prometido de la princesa Elaine, hija de George III. Pocos aparte de su propio padre habrían osado llamarlo “chaval”, pero el hombre era muy respetado y admirado por lo que podía permitirse esos lujos.
– Muchas gracias, caballero, vos sí que sois un hueso duro de roer – respondió el chico.
El hombre asintió con una media sonrisa, sin intención de gastar más energía en palabras. Sabía que el muchacho lo estaba agotando deliberadamente, como también sabía que si se mantenían así acabaría funcionando la estrategia. Tenía que encontrar la manera de que el chico se confiara y se acercara más de lo prudente. Sujetó con fuerza su espada y volvió a la carga, Anthony lo esperaba con los pies firmemente apoyados sobre el suelo.
Varios metros por encima de sus cabezas, en una habitación situada en lo alto de una torre, la joven princesa Elaine lanzaba estocadas con el palo de una escoba a un invisible adversario.
– No ha estado mal, guerrero – le dijo Elaine al aire –, pero aún tienes mucho que aprender si quieres vencerme.
Fintó a un lado, amagó, giró rápidamente sobre sus talones desviando una estocada mortal con el palo de su escoba. En su mente, el arma de su enemigo escapó de sus manos.
– Ajá – exclamó triunfante.
Un coro de voces emocionadas se escuchó en ese momento desde el patio. La princesa se asomó a la ventana que daba al mismo y observó. Anthony estaba atacando sin piedad al caballero, minando sus últimas reservas de energía. El hombre se defendía como podía, pero era evidente que el cansancio estaba haciendo mella en sus movimientos.
“¡Vamos, Anthony!”, exclamó para sí Elaine.
El guerrero veterano trastabilló. El príncipe no dudó en aprovechar para entrar a desarmarlo. “¡No, no, espera!”. Pero Anthony no podía escuchar los pensamientos de la princesa y se lanzó de cabeza a lo que resultaría ser una treta de su adversario. Con sus últimas energías el caballero desvió firmemente la espada del príncipe y antes de que éste se diera cuenta el frío filo del arma de su adversario se apoyaba junto a su cuello.
Los espectadores a la contienda contuvieron el aliento un instante antes de prorrumpir en vítores y aplausos. Había sido un combate muy interesante. Anthony sonrió resignado mientras el caballero retiraba la espada de su cuello y le tendió la mano.
- – Gran combate – le dijo al veterano.
- – Y que lo digas, chaval, casi logras que le estallen los pulmones a este viejo.
- – Yo diría que vuestros pulmones están perfectamente, subestimé mucho vuestro aguante, no volverá a ocurrir.
- – Yo sobrestimé tu inexperiencia, si no llego a pillarte en ese último movimiento estoy seguro de que habría estado acabado.
- – Seguro que aún os quedaban más ases bajo la manga.
- – Bueno, ya lo comprobaremos en nuestro próximo combate.
En la habitación de la torre, Elaine se había retirado de la ventana y había vuelto a alzar su arma contra sus enemigos.
– El príncipe Anthony ha caído, pero aún tenéis que pasar sobre mí, rufianes, ¡en guardia!
Dos golpes secos en la puerta de su cuarto sacaron a la princesa de sus fantasías bélicas.
- – ¿Mi señora?
- – Mald… – Elaine corrió las cortinas y caminó silenciosamente hasta su cama dejando el palo de escoba bajo la misma.
- – ¿Mi señora…?
- – Sí, Iona, pasa – indicó Elaine mientras se cubría con las sábanas rápidamente.
- – Buenos días, mi señora – saludó la mujer.
- – Buenos días – la princesa fingió desperezarse.
- – ¿Cómo os encontráis hoy? – se interesó su doncella mientras descorría las cortinas.
- – Muy bien, gracias, Iona.
La mujer extrajo ropas del armario y se acercó hasta la joven.
- – ¿Estáis segura de que os encontráis bien, mi señora? – preguntó entonces con gesto preocupado.
- – Eh, sí, ¿por qué lo dices?
- – Parecéis acalorada, mi señora.
- – Ah, sí, bueno, estaba teniendo una pesadilla.
- – Oh, ¿puedo saber con qué, mi señora?
- – Pues… estábamos viajando y… unos rufianes atacaban el carruaje e intentaban hacerme daño.
- – Oh, cuánto lo siento.
- – Bueno, no pasa nada, el príncipe Anthony estaba también, seguro que me habría salvado.
- – Seguro que sí, mi señora.
La princesa terminó de arreglarse con la ayuda de su doncella. Un nuevo día se presentaba ante ella. Probablemente tendría que empezar a tejer otra prenda con la señora Penélope, ya que habían terminado con la anterior; con el señor Demetrio seguiría estudiando las importantes propiedades de la acedera a la hora de luchar contra el estreñimiento; Leandro la instruiría sobre poesía y Polibio sobre historia; con su propia madre reforzaría sus conocimientos en cuanto a los deberes y actitudes de una reina y con un poco de suerte al final de la tarde pasaría un poco de tiempo con sus ocupados padres.
“Qué emocionante”, pensó con resignación. No tardó en recriminarse por ese pensamiento, ese era el papel que le había tocado asumir, y lo haría perfectamente, todos estarían orgullosos. Y así, con la espalda recta y la cabeza bien alta, la princesa Elaine salió de su cuarto preparada para enfrentarse a todas sus labores.
. . .
Lejos de la princesa y sus labores, una nada despreciable flota de barcos de guerra se deslizaba sobre el mar del norte. Sobre la cubierta del barco principal, con el cuerpo apoyado sin mucha elegancia sobre la borda, un joven le devolvía al mar el pescado que había injerido poco tiempo atrás.
- – Agh… Odio los barcos… ugh – el joven volvió a vomitar sobre el océano.
- – A Sacha no le haría gracia saber que desperdicias la comida que preparó con tanto esmero – le respondió una voz femenina.
La réplica cortante del muchacho se vio interrumpida por una nueva arcada. No muy lejos de él, la joven que le había hablado se encontraba cómodamente sentada mientras leía un libro. Parecía completamente ajena al continuo movimiento del barco que tanto torturaba a su compañero. Era alta y morena, su complexión fuerte, las cicatrices dispersas en su piel y las armas que portaba la delataban como guerrera. Se llamaba Zeva.
- – Mátame, por favor – suplicó el joven con tono dramático girándose hacia la joven parcialmente –. Libérame de este sufrimiento.
- – Lo siento, Bal, pero te necesito con vida para el asalto de esta noche.
- – No sé si sobreviviré tanto.
- – Qué quejica eres.
- – Es fácil criticar cuando tienes el estómago de hierro.
- – Tiene gracia que me lo digas tú.
- – Te aseguro que… buf.
- – No manches la cubierta.
- – No iba a vomitar de nuevo.
- – Pero lo harás pronto.
Bal se giró para dejar su cabeza por fuera del barco notando que el estómago se le retorcía una vez más.
- – Se acabó, yo me bajo aquí – sentenció el joven.
- – Como quieras, mientras estés de vuelta para el anochecer.
- – Lo que quede de mí lo estará.
- – Pues más te vale que quede bastante.
- – Grr.
Un instante después, el sonido de un chapuzón le indicaba a Zeva que Bal se había dejado caer por la borda. Pasó una página del libro.
- – ¿Mi señora? – preguntó entonces un hombre ya entrado en años apareciendo en su campo de visión.
- – ¿Sí, Demyan? – Zeva suspiró para sus adentros, parece que no iban a dejar que se acabara el libro.
- – Me ha parecido que alguien caía por la borda…
- – Todo está en orden, Demyan, no tienes de qué preocuparte.
- – Ah… Bueno… Quería informaros de que estamos a unas doce horas de nuestro destino.
- – Estupendo, asegúrate de que no nos vean desde tierra a medida que nos acerquemos.
- – Por supuesto, mi señora.
Zeva no añadió nada más, pero Demyan permaneció allí de pie.
- – ¿Ocurre algo, Demyan? – preguntó la joven mientras levantaba la vista del libro con resignación.
- – No, nada, es que… ¿no tenéis miedo de que algo salga mal?
- – Si sigues mis instrucciones eso no pasará.
- – Claro… Admiro vuestra templanza, mi señora.
- – Alguien tiene que mantener la cabeza fría. Y ahora si me disculpas tengo una historia muy interesante entre manos y doce horas para leer casi la mitad de la misma – levantó ligeramente el libro –, y como puedes comprobar no es poca cosa.
- – Por supuesto, mi señora – Demyan hizo una leve reverencia y desapareció de su vista.
“Al fin”. Zeva intentó seguir con su lectura no sin dificultad. Las inseguridades de Demyan hacían resurgir las suyas propias. “Todo va a salir bien”, se dijo a sí misma, “No nos esperan y mucho menos así, será coser y cantar”. Finalmente, logró recuperar el hilo de la historia que estaba leyendo y dejó sus temores aparcados en algún recóndito lugar de su mente.
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