Desperté en la soledad de mi celda y descubrí la luz de la Luna filtrándose por las rejas de mi habitación. Me acomodé mientras disfrutaba de aquel pequeño placer, tratando de olvidar el lugar en que me encontraba.

Era inútil. Todas las noches, cuando abría los ojos, volvía a escuchar sus gritos. Y siempre, al reproducirse los sonidos en mis oídos de forma tan nítida, dos lágrimas caían desde mis párpados, al son de la sangre que inundaba mi mente. No había sido el asesinato de un psicópata enfermo que disfruta de la muerte ajena, había sido el arrebato de locura del hombre que descubre que su mujer no es fiel al compromiso eclesiástico. De todas formas, el tribunal había dictado sentencia, y a mis cincuenta y cuatro años aún seguía cumpliendo la cadena perpetua impuesta hacía treinta y uno.

No contaba con el apoyo de nadie. La amistad con el resto de presos me resultaba intolerable, y había sustituido la necesidad del contacto humano por la suave cubierta que rodea a un libro viejo.

Al fin pude tranquilizarme, y traté de conciliar el sueño, pero los gritos que, entre llantos, un nuevo recluso dirigía a su madre, me taladraban el celebro impidiendo relajarme.

Cuando me di cuenta, estaba analizando mi propia existencia. Mi vida se había reducido al castigo impuesto que me mantenía alejado de la sociedad. Era un peligro, según el juzgado que decidió mi condena. Sin embargo, la prisión no era un lugar adecuado para analizar lo que había hecho. La edad, y no la meditación, me había enseñado la importancia de no perder los nervios.

Decidí que no merecía la pena tratar de dormir, y saqué un libro que aquella mañana había encontrado entre papeles en un rincón. Según el bibliotecario, era una reliquia tan antigua como el propio edificio.

No lo abrí allí, pues me encantaba disfrutar de cada libro en la soledad de mi celda, donde ningún otro ser humano pudiese interrumpir mi concentración en unas palabras que siempre escondían algo nuevo.

Descubrí que aquella “vieja reliquia”, no era más que el registro de los presos que ingresaron en la prisión durante los primeros años tras su inauguración, sesenta años atrás.

En mi decepción, entre en cólera y maldije al bibliotecario, mas cuando me disponía a lanzar el libro lejos de mí, vi algo que cayó de él: una serie de papeles doblados, en los que podía observarse el paso de los años, marcados por el color y el desgaste.

Los abrí con cuidado, descubriendo que se trataba de una especie de diario que me dispuse a leer:

“Mi nombre es Jack Green, soy periodista- decía el texto- tal vez ahora sea famoso, aunque desde luego no lo fui durante mi etapa profesional. En mi última publicación destaqué la relación existente entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y un importante traficante de armas. Si realmente mi nombre ahora es conocido, las protestas de la gente tal vez obliguen al presidente a sacarme de esta celda y a retirar mi sentencia de muerte. ¡Jesús! ¿Quién se va a creer que sea mera coincidencia que poco antes de que el Gobierno se derrumbe a causa de un artículo que yo he publicado, se me acuse de haber cometido un asesinato, previa violación? No entiendo bien en qué han basado los cargos, pues ni siquiera han tenido la decencia de comunicármelo… ¡Malditos!

Sin embargo, sé que hay alguien más metido en ésto, y cuando salga de aquí, lo primero que haré será reunir al equipo de redacción. Todo lo que…”

En ese momento acaba el primer papel. Instintivamente, mis manos se desplazaron por los papeles, buscando el siguiente fragmento que revelase la continuación del relato.

“La única manera que tengo de plasmar lo que estoy viviendo, es a través de notas sueltas. No sé que harían si me descubriesen con ellas, así que las escondo en los libros que consigo sacar de la biblioteca. Supongo que sencillamente quemarían mi historia y me quitarían el poco papel que conseguí a cambio de mis últimos cigarrillos.

Durante los primeros días el miedo invadió mi cuerpo de manera intermitente. Sin embargo, con las últimas noticias, se ha convertido en una constante… He sido informado de que la primera orden del Presidente, tras lanzarme a esta fría y húmeda celda, fue la destrucción de todo mi trabajo sin publicar. Mi única esperanza para salir de este infierno.

Si mi artículo no estaba en la portada del periódico significa que alguien del equipo me vendió, y uno de los capullos que se encargan de la edición final lo leyó y se cagó encima. O puede que fuese mi jefe, que es el único que lo había leído… Lo relevante es que alguien debió dar el soplo, y se ha anunciado el día de mi muerte. Tengo un encuentro con la horca, pasado mañana, a las seis de la tarde. Además, puesto que se me achacan unos crímenes tan terribles, que merecen el peor de los castigos, mañana a las tres, seré testigo de otro ajusticiamiento. Tendré que mirar a la muerte a los ojos, acercándose a mí a paso acelerado… Sólo me queda rezar y recibir mi extrema unción.»

Así acababa la segunda nota.Observé conmocionado, que sólo quedaba una, y obligué a mis cansados ojos a hacer un último esfuerzo, para continuar la lectura en la penumbra:

“He descubierto la miseria humana. He sido testigo de su crueldad y su vil organismo del terror, la pena de muerte.

No queréis imaginar lo que es asistir a uno de estos actos. Y menos aún en mi situación. Pude presenciar todo… Su flemático proceso, las frías facciones de la concurrencia, la brutal sencillez de ese instrumento para sesgar vidas.

Y comprendí, no sin sorpresa, que no se le daba ninguna importancia a lo que todo ello implicaba. Ninguno de los presentes parecía reflejar un ápice del nerviosismo y el terror que me embargaba. La muerte no era para ellos más que trabajo, y no veían en ello ningún escándalo… Siempre que así lo dictase la Ley, por supuesto.

Observé el arduo caminar del condenado. El pobre infeliz miraba hacia los lados, buscando una cara amiga entre un mar de rostros desconocidos, un lugar al que agarrarse, para evadir lo inevitable.

En un último intento de recomponerse, clamó por su inocencia. Entre maldiciones, trató de zafarse. A empellones, le obligaron a subir esas escaleras, que esta noche me acompañarán en mis pesadillas. Y entonces, sus gritos dieron paso a súplicas e incoherencias sin sentido. Pero a pesar de todo, algunas de sus palabras quedarán grabadas para siempre en mi alma. Palabras que dirigió al sacerdote, en las cuales exigía una certificación de la existencia divina. Éste contrajo el rostro y dejó la habitación acompañado de los gritos.

Le colocaron la soga, y él respondió con un alarido brutal, que quedó enmudecido por el chasquido de su cuello al caer.

Afortunado infeliz, pues no quisiera yo mañana sentir las agonías de la asfixia…

Sin embargo, aunque no lo sepa el Presidente… ¡Maldito sea él y su rebaño de idiotas, capaces de condenar a un hombre por saber demasiado!…

Mañana, pase lo que pase, miraré a la muerte a la cara sin miedo. Me confesaré, y con mi convicción en la existencia de Dios, dejaré que me lleven a la horca sin ápice de súplica. Y una vez allí miraré a los ojos a todos los presentes y sonreiré.»

Aparté la última nota, y el aire que había contenido en mi pecho durante los últimos momentos de lectura escapó poco a poco entre mis labios. Me pregunté por el preso que había descrito aquel periodista, si no habría pensado algo parecido el día anterior a su muerte… y traté de imaginar cuál fue la reacción final del autor de las notas… También me cuestioné la presunta inocencia del hombre. Por mi cabeza pasó la imagen ficticia de una mujer, hijos, y me pregunté si tal vez había tenido familia…

Tomé la decisión de que a partir de ese día, escribiría mis pensamientos.

Definitivamente, era deleznable que un país fuese capaz de acabar con la vida de inocentes para alcanzar sus fines… Pero qué se podía esperar… Estábamos en el siglo XXI, época de la libertad y las oportunidades para todos… ¿no es cierto?

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