Su barba y su melena expuesta al viento dejaban ver la marca de una soga. Todavía le costaba mover el cuello y caminar. Las personas le rehuían, se santiguaban al verle pasar por las calles.
La madera del travesaño de la horca se había roto y por ley nadie pasaba dos veces por el patíbulo.
Maluba agradecería siempre la labor de las termitas. Sabía que para todos, su presencia era como la de un leproso, o peor, un brujo del demonio.
Nunca tuvo un juicio justo y nadie le impediría ahora lanzar su maldición.
¡ Os esperaré en el infierno!.
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