Pensé mientras el coche se lanzaba contra el muro que debía haber elegido otra muerte. Los condenados teníamos la obligación de donar nuestro cuerpo a la ciencia. No había más «muertes porque sí». Los cuerpos vivos se usaban en pruebas útiles para la humanidad. Eran infectados con virus y puestos en cuarentena, o usados como el mío para pruebas de choque, o quemados, ahogados, o dados a comer a lobos.

La prensa lo llamaba «viaje», para que no sonara tan cruel. «Viajes de ciencia compensatorios» los llamaban.

Para nosotros era simplemente la muerte.

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