Pensé, mientras el coche se lanzaba contra el muro, que ni todo el dinero del mundo pagaría por aquella satisfacción enfermiza, morbosa.

Inerte, miré como el auto se deslizaba por aquella calle enripiada, cuesta abajo y sin freno, hacia un impacto certero.

Antes, tuve tiempo para rociar con combustible los asientos, de quitar el rosario de plata anudado al espejo retrovisor y de guardar aquella foto de nuestras vacaciones en familia.

Juré, por la memoria de mi hija, que algún día lo encontraría.

Que pagaría.

Lo que la justicia humana no pudo, no quiso, de mis manos no se escaparía.

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