— ¡No me dejes! -Gritó la mujer. Pero él no dijo nada. La miraba impávido, como si estuviese en otro lugar.

— ¡Por favor!–insistió- ¡No puedo quedarme sola de nuevo! -y su sollozo mudó en súplica.

La única respuesta del viejo fue una mirada cansada al tiempo que se enjugaba las lágrimas.

— ¡Te lo ruego! ¡No me abandones! –insistió.

Pero él no se inmutaba.

Se arrodilló y colocó el ramo de flores en la tumba de su esposa. Soltó un “Hasta el otro domingo, mi vida”.

Dio media vuelta y se fue.

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