Siempre se desayunaba con un libro. De ellos tomaba la energía para encarar la vida. Aquella mañana se levantó triste y algo lento de reflejos, y escogió un volumen vivamente colorido. Leyó en voz alta su título: «Viaje al optimismo». Entonces descubrió que siempre había deseado saborear de verdad un buen libro. Arrancó una hoja, hizo una bola, la lanzó hacia arriba, calculó su trayectoria, abrió la boca y se la tragó. Ese día supo que era intolerante a la celulosa… y a la mala literatura.

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