Cruzó a lomos de caimanes el viejo Misisipí y gozó de puestas de sol reflejadas en el Iguazú. Voló cual gacela por las llanuras del Serengueti y tocó dioses, con la punta de sus dedos, en la cima del Monte Fuji. Miles de historias llenaban su maleta al regreso y cientos de postales amarillas cubrían la nevera vacía. Pero ella no estaba, allí. Y él nunca se atrevió a traspasar el umbral y alcanzar los geranios rojos de la acogedora y coqueta casa que seguía esperándolo, al otro lado de la calle.

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