Es sábado. Montiel, tras haber comprado en la cafetería Oberweis de Gasperich canapés, pastelitos y una botella de crémant, camina temeroso hacia su destino.

Cada mañana recorre con su mono naranja corporativo, colgado de la trasera del camión, algunas calles de la ciudad centroeuropea en la que vive desde hace ya algunos años. Con sus colegas Fleitas al lado y Feltes conduciendo, cargan vidrios los lunes; los martes plásticos; papel los miércoles; residuos generales los jueves; y orgánicos los viernes. Siguen siempre el mismo itinerario, por el barrio periférico de Merl donde se alternan casitas sencillas y pequeños edificios de no más de tres plantas. Se siente importante al ver todos los recipientes, de distinto color según el residuo que contienen, desplegarse ordenados delante de las puertas, como soldados en posición de revista.

En este país usan la palabra “desechos” que, al contrario que nuestra “basura”, acentúa que son objetos de los que se prescinde una vez agotada su utilidad. La botella que contuvo ese vino que prologó una gran velada; las hojas del diario que presentaba esas noticias que nos deprimieron; la caja de bombones vacía que había regalado alguien quizá para insinuarse.

Muestra lo que tiras y te diré quién eres, dice el refrán. Así que, para distraerse de este trabajo repetitivo, empezó a fijarse en lo que caía de los contenedores según los iba vaciando en la panza del camión, tratando de conocer así la personalidad de quien los había depositado. Poco a poco fue descubriendo la cara oculta de personajes notables del vecindario: El brillante ejecutivo de Charlemagne 64 se deshacía cada semana de una docena de botellas de ginebra, todas de la misma marca; el chef de alta cocina de Barrière 66 sacaba un cubo del que rebosaban las cajas de pizza; la remilgada pareja de Bragance 49 parecía renovar cada poco su biblioteca pornográfica; el diputado ecologista de Celts 48 dejaba un enorme contenedor donde rebosaban botellas, cartones, ramas, tierra, plásticos, restos de comida, y envoltorios de todo tipo; todo lo contrario que el borrachín de Giselbert 113 cuyos minimalistas desechos, intachablemente clasificados, siempre provocaron nuestras alabanzas.

Los residuos de Pepin le Bref 41 revelaban una pareja en fase romántica aguda. Todas las semanas un ramo de flores ajado, seguro que tras ser remplazado por otro fragante que seguiría ese mismo camino la semana siguiente; cajas de bombones y botellas de champán vacías, bolsas de tiendas de moda, envoltorios de ropa interior sofisticada, cajas de joyas. Nunca logró satisfacer una leve curiosidad por conocer a los tortolitos que debían abandonar la vivienda cada mañana antes del paso del camión.

Quizá antes que ellos mismos, observó Montiel algunos cambios en las costumbres de aquel dúo. Disminuyó la frecuencia de las flores desechadas; a los cada vez menos numerosos envoltorios de boutiques, paquetes de fuagrás y latas de caviar los sustituían subrepticiamente bolsas del kebab y cartones de hamburguesas, incluidas las correspondientes coronas de papel dorado. Percibió también desorden en la clasificación de aquellos restos: mondas de plátano entre los papeles; recipientes de plástico del restaurante chino entre los vidrios; un entrecot maloliente entre plantas secas, faltas de riego. No quiso notificar estas trasgresiones al Departamento de Higiene que podría haber tomado medidas drásticas como una sustanciosa multa o hasta la suspensión de la recogida: Le daba lástima al intuir que la causa de esta anormalidad podría ser una ruptura dramática, que le recordaba aquellos días del otoño pasado en que Erika le abandonó inesperadamente, sin una explicación, después de cuatro años felices.

Confirmó sus sospechas un lunes en que, al abrir los restos biológicos encontró, fuera de lugar, un retrato al oleo de esos que pintan los artistas en Montmartre. Era una pareja sonriente, un tipo alto con gesto arrogante cogía por el hombro a una bella muchacha bastante más baja. Ella andaba por la treintena, tenía suaves rasgos orientales. Una preciosa sonrisa animaba toda su cara. Con sigilo, salvó al lienzo de que lo triturara el eficaz mecanismo del vehículo y lo llevó a su casa.

Según pasaban las semanas, no veía ninguna mejoría en el comportamiento de Nadine – no le fue difícil encontrar su nombre entre los montones de papeles que la chica erróneamente tiraba entre los plásticos. Sentía solidaridad con esa actitud recordando la demoledora depresión que había sufrido los meses siguientes de romper con Erika.

Un viernes, en una reacción instintiva, pidió a Feltes que detuviera el camión delante de la gasolinera Aral de la calle Longwy y compró el ramo más bonito que encontró allí. Ese día vaciaban los cubos azules de papel y cartón – el de Nadine iba lleno de ropa de hombre ya innecesaria. Dejó sobre la tapa del contenedor vacío el ramo antes de seguir la ronda encaramado al pescante trasero. Nada notó al pasar por delante en los días siguientes, hasta que, justo a la semana, encima del cubo azul encontró esas flores ya marchitas. No le costó mucho trabajo convencer a sus colegas Feltes y Fleitas de desviarse a la Aral y volver para dejar sobre la tapa otro ramo fresco.

Pasó algún tiempo con ese intercambio semanal de flores lozanas por las ya mustias. Hasta que un nuevo viernes, ya llegando la Navidad, al recoger los cubos la vio mirándole desde la ventana del segundo piso. Una sonrisa inmensa, y algo pícara, embellecía su cara.

Es sábado. Solo con su bagaje gastronómico y falto de la cobertura del vehículo del Servicio de Higiene, Montiel se siente como el soldado que se lanza a campo abierto sin la protección de la artillería. Sube lento la cuesta, a cada paso más aprensivo, más convencido de que está haciendo el ridículo. Llama a la puerta del 41. El interior se alumbra mientras que un taconeo sonoro y sensual anuncia los pasos que se aproximan. Al abrir, sale por el umbral un borbotón de risa alegre que llena de música la que hace un momento era la vulgar calle Pepin le Bref.

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