Imagen 1: Malecón de las Alcaravaneras, Las Palmas de Gran Canaria

El malecón está oscuro y no hay alma que me guarde. 

El viento sacude mi melena recién cortada, pero eso no me hace disminuir la velocidad de mi motocicleta. Motores que ronronean, y compiten con las olas furiosas que prorrumpen a carcajadas contra las rocas. 

Piso el pedal con más fuerza, como si mi pie se aferrara a la vida de esa manera. Las calles vacías y la penumbra que las abraza se convierten en uno solo, como amantes furtivos que se comen, sentados con las piernas colgantes y vislumbrando la ciudad dormida desde arriba. 

Me aferro al volante en un intento por des-tatuarme la sensación de su piel contra la mía. Lo extraño tanto que estas calles me duelen, y me gustaría arrugar estos sentimientos inútiles entre mis puños, como a una hoja de papel. Arrojarlos a lo más recóndito de mi corazón, junto a todas estas sensaciones que acompañan este barrio, del que no soy más que una forastera. 

Los callejones inclinados en una danza maníaca, los cables que serpentean por los cielos hasta abrazarse, las casitas apiladas que parecen construidas con bloques de lego multicolor, mis vecinos conversando más con las miradas que con las bocas. 

Los recuerdos me desestabilizan y la moto se tambalea, como si estuviera tan borracha como yo misma. Sin querer, nos inclinamos, y nuestro movimiento asusta unos pescadores que caminan por el malecón tras terminar su jornada. Levantan las manos, como si fueran culpables de estarse saltando el toque de queda, y los baldes vuelan. Los pescados, ahora libres, nadan por el aire impregnado con calima y con sus escamas platinizadas, reflejan el color lechoso de la luna. Rompen con la monotonía de la noche y parecen agradecerme cuando me alejo con la motocicleta que relincha. 

Accidentalmente subo a la acera. Los patrones blancos y negros, que dan la impresión de querer imitar a las olas, me marean. No me olvido de dar las gracias a la gente que ha respetado esta cuarentena y se ha mantenido encerradita, lejos de mí y de una muerte segura. De haberme quedado en casa, no estaría pensando en él, ni en la nada que no queda. 

Pero quizá sea momento de dejarlo ir, porque él hizo lo mismo conmigo. Ato su presencia a cada uno de los rincones de esta ciudadela que ya no me pertenece. Ni a mi, ni a él, ni a nadie más que al virus. 

Tengo prisa.

Piso el acelerador a fondo, con las ganas en la boca de no convertirme en nada yo también. 

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