LA HIDALGUÍA DE DON JOSÉ

LA HIDALGUÍA DE DON JOSÉ

Llovía ese domingo, el reloj marcaba las nueve con treinta y ocho, la tranquilidad de la mañana era tal, que no se escuchaba ni siquiera el trascender de los autos, fue tanto el arrullar de ese silencio que me quede dormido por unos pocos minutos. De repente unos pasos continuos que realizaban una pausa cada cinco suspiros, me llamaron la atención, acompañados de estos se escuchaba el sonido de las ruedas de un elemento medio pesado; aunque el tiempo de este suceso no tardo más de tres minutos, mi mundo se detuvo, como producto de la curiosidad y el querer vencer la pereza que ese día de descanso me traía. Me sobrepuse a la locha y en un momento de decisión abrí la ventana de mi habitación, y cuál fue la sorpresa cuando observe, dándome la espalda, la silueta de un hombre de edad que llevaba un carrito de helados. De inmediato una especie de sentimiento de culpa me abordo y pensé, no puede ser, mientras disfruto de los deleites del desgano de hacer algo, este pobre hombre tiene fe que venderá un helado con este clima de polo norte.

Entre en una especie de letargo, el mismo que sufren las tortugas cuando inicia el invierno, se entierran por días, aunque lo mío fue de un par de minutos. De repente sobreponiéndome a esa metamorfosis instantánea, busque un pantalón y un buzo que me protegieran del frió y salí a buscar a aquel hombre, realice varios cruces desesperados y nada, como el cuento de la tortuga y la liebre, este hombre en unos minutos se había esfumado. Después de un rato en esta tarea me di por vencido y procedí a buscar algo para desayunar. Entre a la tradicional panadería del barrio, producto de mi frustración mis movimientos se hicieron lentos, lo mismo que el ejercicio de mirar a tanta gente que producía un bullicio ensordecedor, reparé con la lentitud que me agobiaba una a una a las personas del lugar. De ipso facto vi al anciano que me levanto de mi cama como esperando que le trajeran algo, me acerque lentamente, como temiendo que volviera a desaparecer de un instante, la tarea fue difícil, pues todos los puestos de esa mesa estaban ocupados, para no parecer sospechoso volví a mi puesto, me quede casi sin parpadear esperando el momento en que el abuelo echara vuelo y saliera a la calle, tales eran mis deseos de hablar con él, que la espera para mi valía la pena.

El tiempo se hizo eterno, comenzaron a salir los rayos del sol en esa mañana fría, poco a poco la gente fue abandonando el lugar y fue el anciano de los últimos que salió, lo seguí evitando que percibiera mi presencia, deje que me tomara hasta media cuadra de distancia para ver lo que hacía, se posó en el parque de la ciudad, el cual cuenta con una buena plazoleta y casi en el centro se quedó quieto, se acercaban las doce del mediodía, y después de unos veinte minutos no aguanto su cansancio y se apoyó como excusa en el mismo carro de helados en el que trabajaba. Dos niños se acercaron y luego de preguntarle los precios de las variedades de helados que llevaba, le compraron una, el anciano miro hacia el cielo y se persignó dándole gracias al dios de muchos por su primera venta.

No aguanté mis ganas de hablar con él, después de pensarlo varias veces, tome la decisión firme de acercarme a comprarle una paleta. Una voz entrecortada y algo agónica me dijo “que te puedo ofrecer”, lo mire, sudaba tantas gotas como su edad, escogí lo primero que vi y le pague, fue tanta la nostalgia que no fui capaz de entablar una conversación con el viejo, volví a mi puesto, consumí el trozo de hielo, pues era imposible sentir el sabor de ese helado frente a esta dantesca situación. Volví a tomar impulso y me acerque a comprarle otra paleta, esta vez sí fui capaz de preguntarle su nombre, me dijo «José Emiro González Cuervo», sin conocer su reacción me anime a seguir la conversación y le pregunte, que tal las ventas, manifestó “están regulares por el clima y además exclamo, y la mañana prácticamente se perdió”.

Cogí valor y me atreví a hacerle la pregunta por la que renuncie a mis sabanas en la mañana ¿Por qué trabajas a esta edad abuelo?, como queriendo renunciar a dar la respuesta a este interrogante dijo de nuevo con la voz entrecortada “es un deber de subsistencia, sino trabajo no como y me tocaría vivir en los andenes a la intemperie”, continuó explicándome y dijo “ya desayunaste”, le respondí que sí y él me dijo “mira la hora y no conozco una taza de café”. Me delate y le conté lo que me había pasado desde que sus pasos me despertaron en la mañana, inclusive le manifesté que lo había encontrado en la cafetería del pueblo, el anciano sonrió, fue la única vez que lo vi sonreír y me dijo “me protegía del frió que imperaba, del realizo de ayer pude pagar los cuatro mil de la habitación que me alquilan y con los mil quinientos que sobraron pude tomarme una malta con un pan”.

Un nudo se acomodó en mi garganta, con lo que transcurrieron unos segundos con valor de un siglo. Lo invite a comer y don José con hidalguía me respondió “No gracias hijo”, porque le pregunte, manifestó “La comida sabe bien cuando es comprada con el sudor de tu frente. Siempre y desde hace ya dos décadas, realizo este mismo ejercicio y lo haré hasta el último suspiro de mi vida, a mi edad la caridad es lo último que espero inspirar en los seres humanos, te agradezco el ofrecimiento, no lo tomes como algo personal, es cuestión de dignidad”.

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