Mi vida no es mía.

Mi vida no es mía.

晴日

31/12/2020

He visto esta calle miles de veces. Cada vez que abro las cortinas , ahí está el mismo paisaje. Las mismas casitas blancas de techos marrones, con el cableado colgando sobre ellas. Siempre lo veo, y siempre está ahí. Sin embargo, nunca he estado ahí.

Sólo lo veo en mi mente.  La calle que está bajo mi ventana es una calle estrecha y tranquila. La bicicleta roja del hermano que nunca he tenido suele estar frente al portón. Sé que cuando no está ahí, él ha salido a la escuela.

A veces la madre con la que sueño, vuelve de hacer compras. Si me asomo, la puedo ver charlando brevemente con la vecina de enfrente. La suya es una bonita casa de color gris caramelo. O al menos he decidido que el tono sea gris caramelo. Tengo todos esos detalles presentes en la cabeza.

Si bajo las escaleras hasta el primer piso, y salgo por el portón marrón que da a la calle, la casa de mi vecina estará al frente. Si miro a la derecha, podré ver el final de la callecita, que se cruza con una calle más amplia que viene del sur. Si, en cambio, volteo a la izquierda, la calle seguirá indefinidamente. Algunos macizos de flores se ven en los jardines de las casas del barrio. Suelen ser rosadas, o por lo menos, me gustaría que fuesen rosadas.

No tengo imagen alguna de esa calle antes de que mis pensamientos llegasen a ella. A veces veo a mi hermano bajando de su bicicleta a eso de las cinco de la tarde. Cuando vuelve a casa, la calle se ve más animada. Me alegra verlo llegar a casa.  De vez en cuando salimos a dar una vuelta, nos gusta ir al karaoke o ir a comer algo en un restaurante cercano. Es muy extraño dejar la callejuela en la que está mi casa, puesto que no suelo salir de mi habitación. Me siento cómoda en mi trocito de calle, viendo las bonitas casitas blancas de techos marrones que asoman entre los edificios.

En la esquina en la que mi calle se conecta con la vía más grande, hay una anotación en el oscuro asfalto, dice “Deténgase” con unas blancas y deslucidas letras. Al otro lado de la vía que viene del sur hay una valla, que divide un campo casi desprovisto de vegetación.  Si en algún lugar fuera a quedar mi escuela, me gustaría que fuera allí.

Mi hermano también va a veces a la tienda de conveniencia. Cuando lo veo llegar con un par de bolsas blancas en la mano, sé que va a preparar la cena y que de seguro usará aquel delantal blanco que anuda con un bonito moño en la espalda. De vez en cuando me pide que descargue las otras cosas que trae en la bicicleta, y el soplo de aire fresco que me recorre en ese momento me sacude el cabello en cuanto abro la puerta. Me encanta la brisa que sopla al atardecer, cuando el día empieza a ponerse gris. Por lo menos sé que en mi vida actual me gusta esa suave brisa del atardecer. Me gusta salir a la calle al atardecer, aunque sólo sea quedarme de pie en el portón hasta que mi hermano me grite desde la cocina, en el fondo de la casa, que cierre la puerta, que está haciendo frío. A esa hora no hay nadie en la calle, y los macizos de flores rosadas se mecen al viento. De vez en cuando levanto la vista y veo a mi vecina con el cabello recogido en la pañoleta blanca de discretas flores verdes que nunca se quita. En verano las cigarras empiezan su orquesta a esa hora del día, aunque mi hermano lo que me grita es que cierre porque el calor es terrible. Imagino que el calor es terrible. Nunca he vivido un verano, y mi vecina no es una joven guapa de cabellos acaramelados que abre sus cortinas blancas de flores bordadas cuando empieza la tarde. 

Si mi madre llega temprano, sonarán las llaves antes de que yo vaya a abrir la puerta. No suele usar el timbre, pues mi hermano acostumbra dormir en la tarde, y a mamá se le olvida que estoy en casa. Debe ser porque nunca he estado en casa. Si le abro antes de que introduzca la llave en la cerradura, sonreirá. Generalmente la vecina también está en el portón de su casa cuando mamá llega a casa. Por alguna razón, suelen encontrarse cuando salen de compras. Mi madre entrará a casa, se quitará los incómodos zapatos e introducirá sus ligeros pies en sus pantuflas lila. Y yo me quedaré otro rato en el portón, viendo cómo el cableado se funde con el tono del cielo, y lo único que se ve de él son las siluetas de las aves que a veces se posan sin ruido en los cables que atraviesan la calle, hasta que mi hermano vuelve a quejarse del frío, y yo debo cerrar la puerta mientras los pájaros vuelven a sus hogares.

Y de nuevo he llorado. De nuevo miro por la ventana de mi sala, mi verdadera sala, y en vez de bonitas casas blancas de marrones tejados con un cableado donde se posan las aves, veré un cielo gris y muerto, un verde apagado de los árboles que tengo enfrente y una hilera de deslucidos apartamentos beige y naranja, resguardados por las montañas que se ocultan tras las nubes en la lejanía. Y mientras lo observo, el cielo llora conmigo.

Y por mucho que sueñe, siempre vuelvo a despertar.

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