Ahora no se puede entrar, ¿Sabés? ¿Es por eso que te fuiste antes? Pienso en Rosalía y en Esther. ¿Siguen ahí?… supongo. Hace rato no visito aquella esquina.
Es domingo. Es la mañana. Me asomo a la cuna y a la pequeña cama a su lado. La respiración acompasada hace mecer las sábanas. Los jardines nos rodean tan típicos de Villa del Parque. Los arrullos de cierta nubecilla de palomas sobre los aleros son un habitual. El sol levanta ¡Me tengo que apurar! Rebusco a tientas la ropa y me meto en ella haciendo equilibrio en la habitación en penumbras todavía. Manoteo la billetera. Quiero llevarte algo. Me regocijo anticipando tu expresión frente a esa dulce sorpresa. Mi mente, entonces, camina aquellas cinco cuadras adelantándose al movimiento de mis pies. Me detendré en la panadería… esa chiquita que está justo frente al colegio de la Misericordia. Al caminar la senda que me separa del barrio de Devoto rezo por que tengan cocadas. Tu sonrisa al calor de esas pequeñas masitas que tanto te gustan se me hizo hábito. Me detengo en el mercado de la estación frente a la plaza. Recuerdo comprar dos jugos de envase con pajillas. Llevar vasos o termo nos delataría. A las hermanas, ya de por sí, no les cae en gracia que tomemos el desayuno en la sala principal de las visitas, pero nuestras expresiones terminan por convencerlas a regañadientes.
Llego a la esquina que desborda flores bellísimas. Las rejas negras parecen querer atraparlas en su intento por liberarse. Dos cuadras atrás, quedó la “plaza Arenales”. Suspiro ahogando una sonrisa. Uno de esos árboles guarda aún la huella de mi frente desde aquella caída cuando ensayaba mis primeros metros sin rueditas a mis, creo, seis años. Las escenas de nuestra infancia se posan en el parque y me descubro con mis primas arrancando las “coronitas de novia” de los arbustos para entretejerlas a las trenzas, ¡Que cambiada se ve la plaza! Tanto como las antiguas princesas de las blancas flores. Me asalta un picor timorato en los ojos y respiro hondo. La chicharra a través del aparato me sacude de mis pensamientos y empujo el portón para subir una breve escalinata. Cuatro o cinco damas custodian el porche entre chismes y cruzamos los buenos días.
Te espero mansa en el silencio. La silueta blanquísima de una joven sotana te acompaña a la puerta vidriada de paño doble. Nos abrazamos y elegimos un sillón. Entonces, el reloj vuelca sus arenas al suelo impoluto de baldosones fregados con esmero. Un halo de luz pálida del sol recién nacido baña los rostros y nos entregamos a navegar el tiempo. Tus ojos me proyectan una suerte de film sepia. Visitamos el sur en ocasiones, allí, donde el pasado guarda tus luchas más bravas. A veces el jugo “multifruta” de nuestro desayuno sabe a la primera pieza de casados, y tu sonrisa cómplice me habla de cómo “el inglés” con su metro ochenta y tres y unos vivaces ojos ámbar te robó el corazón. Otras, la Mendoza de tus primeros pasos te hace ir tan atrás que es necio quien no entiende lo mucho que cuesta volver. A menudo nadamos las hojas escritas en este barrio de Devoto o de Villa del Parque que por años nos cobijaron. ¿Te acordás cuando mi mamá me llevaba a ese doctor? Ese que me hacía llorar… ¡me provocaba pánico cuando se acercaba con el extraño círculo plateado en la frente para examinarme! ¿Te acordás? Fue gracias a él que no me tuvieron que operar. Era cerca… a un par de cuadras…en esa callecita corta… ¿Habana era? ¿o Franklin?…no recuerdo bien.
Mañanas de domingo, historias, jugos con pajillas, salas y el pesebre meticuloso que armaban las hermanas. Mañanas de domingo caminando las anchas veredas de la calle Lincoln bajo las sombras inconmensurables de sus árboles, con la misión de aquel reencuentro casi obligado. Mañanas y suspiros de tus compañeras velando salir y pasos de la Superiora en los jardines de Santa Rita trepadoras en los muros. Domingos de charlas con nostalgias en los ojos, algunas soledades y saludos entre visitantes con más palabras silenciadas que dichas. ¿Cómo olvidarlo?
Ya no se puede entrar ¿Sabés? Llegó un virus que paralizó al mundo por porciones. En una noticia leí que un crucero quedó flotando sin poder amarrar a ninguna costa porque el virus los sorprendió en alta mar. Cuatro cadáveres. Cuatro meciéndose entre las olas y varios condenados que no saben si van a pisar tierra. Pensé en el hogar. Pensé en Rosalía y Esther y todas esas miradas anhelantes. Las imaginé tendidas en una cama o en sus sillas. También quedaron en la barca, sin timón y a la deriva. Solas. Sin amarras… ¿Es por eso que te fuiste antes? El virus las aisló de las manos que acariciaban sus cabezas plata, que limpiaban algún derrame en la comisura del labio tembloroso, que les llevaban un jugo para compartir una mañana de domingo o empujaban una silla con más cuidado que el que tendrían con un cochecito de niño. Estoy segura, no querías eso. Nunca le hubieras permitido a tus ojitos empañados cerrarse tan lejos de los nuestros. Por eso te fuiste. No sé ni por qué te lo estoy preguntando.
Hace tiempo que los domingos ya no me escapo a hurtadillas. Me siento con los chicos a tomar el desayuno y veo por la ventana caminar errantes vecinos con las bocas tapadas y el ceño fruncido. Tal vez con alguna bolsa de supermercado o apurando el perro en su paseo matutino. Pienso en nuestros domingos, agradezco. Ahí está el hogar, tan cerca y tan lejos y nadie que llegue a sus puertas con un paquete de panadería o niños de la mano. Quedan otros, queda el virus, quedan miles de barcas navegando por las aguas del mundo, aguas turbias. En Devoto está aquella barca meciéndose en soledad… sin timón… a la deriva.
OPINIONES Y COMENTARIOS