El mundo se divide en dos Tuco. Los que encañonan y los que cavan. El revólver lo tengo yo, así que ya puedes coger la pala.
–El Rubio-
Repetía aquella frase, una y otra vez, apuntando al espejo con el dedo.
Y es que su barrio no era muy diferente al Oeste. El Flipao nació en un suburbio al que acudían diariamente caravanas de drogadictos. Mellados y mugrientos de los pies a la cabeza, caminaban por un paisaje salpicado de chabolas donde los caminos se perdían tortuosos entre senderos de agonía y desesperación. Donde los restos de escombros se elevaban por encima del paisaje con vocación de barrio residencial adicto al crack.
El Flipao vivía con su hermana, una cría de poco más de doce años en el DNI, y más de treinta en la mirada. Sus padres tampoco quisieron saltarse el guion. Cumplían condena después de pegar un tirón a la salida de un banco. Aquella vieja, aferrada a su precaria pensión, se dejó la vida en el bordillo de una afilada acera.
Los días transcurrían, uno tras otro, como capítulos de una serie interminable. Hasta que una mañana, un quinqui, que le recordaba al Torete le habló de un trabajillo fácil.
— ¿Qué pasa niño? ¿Y tu hermanita? — soltó el Perla con sorna entre los huecos de su ennegrecida dentadura.
— No jodas Perla, que me tiene hasta la polla. Está con la vecina para que la entretenga un rato mientras yo me doy un garbeo ¿Tú qué haces aquí a estas horas?
— Buscándote, merluzo. Tengo un apaño.
— Cuenta Perla, que estoy pelao.
— Llevo unos días vigilando a los chinorris.
— ¿Qué chinorris? –Interrumpió el Flipao.
— ¡Quiénes van a ser, chacho! Los únicos que tienen huevos para montar una tienda en el barrio.
—Vale Perla, no te mosquees…
— Estos saben dónde hay negocio, tienen que sacar un montón de pasta.
— En este puto barrio ¡no me jodas, Perla!
— ¡Que si coño! Venden tabaco y alcohol las veinticuatro horas. Con todos los putos drogatas que pasan por aquí…
— ¿Seguro Perla? Que los chinos tienen mu mala hostia –dijo el Flipao mientras encendía un cigarro emulando a James Dean.
— ¡Sí hostias! – Le interrumpió mientras le quitaba de la boca el cigarro que acababa de encenderse el Flipao- Llevo días vigilándoles. Todas las mañana sale la parienta del chino. La gorda lleva siempre el mismo bolso bien apretado contra sus enormes tetas. Ahí debe llevar la guita. La seguimos. Y en la primera esquina les damos el palo. ¿Tú puedes conseguir una cacharra no?
—Claro, sé dónde escondió la suya mi viejo antes de que lo enchironaran.
Quedaron para al día siguiente el Flipao, el perla y su novia, la Ire. La única tía del barrio en la que confiaban para vigilar. Otra que tampoco tenía un duro, y que pese a no tomar nunca precauciones no estaba preñada. Y no lo estaría nunca, porque la noche antes del palo se tragaría un bote entero de pastillas al descubrir que el Perla le había le había contagiado el sida. Pero esa era ya otra película.
El Flipao esperaba recostado en una pared cuando apareció a lo lejos el Perla con su característico corte de pelo a tazón tapándole la mitad de la cara.
— ¿Y la Ire?- soltó el Flipao al verle solo mientras dejaba escapar humo por la nariz.
— La muy zorra no me coge el teléfono. Nos ha dejao tiraos.
— No me jodas Perla ¿Y quién coño vigila?
— Su puta madre. Lo haremos sin ella.
— Yo me chindo. Sin nadie vigilando nos trincan fijo.
— ¡Déjate de mierdas! El palo se dá. Han metío a mi hermano en la trena y necesito guita para la fianza.
— ¿Al Panocha?
— ¿A quién si no? El gilipollas le pegó el palo a un madero de paisano, y encima casi se lo cargan en comisaría de la somanta que le han dao.
— Me cago en sus muertos.
Pararon frente a la tienda comprobando que se había ido. No tardaron mucho en localizarla. Llevaba el bolso sujeto fuertemente.
—¡Dame el puto bolso o te abraso! — escupió mientras la encañonaba el Flipao .
Ella intentó girarse, pero el Perla de un manotazo la tiró al suelo.
—¡Déjalo ya! la gorda ya ha soltado la pasta. Si no salimos de aquí nos trinca la pasma — dijo el Flipao interrumpiendo los golpes que el perla continuaba descargando sobre la mujer a pesar de haber soltado el bolso.
Corrieron calle abajo. Escasos metros después, el Flipao cayó de espaldas al suelo tras recibir un fuerte golpe en la cara. Allí tirado podía ver al marido de la gorda golpeando al Perla con una pala. La sostenía con ambas manos como si se tratara de una espada.
Pronto las calles se tiñeron de luz azul, y el estruendo de las sirenas silenció los golpes secos sobre los huesos rotos. El tío les había visto pasar corriendo pocos segundos después de que su mujer saliera con el dinero. El Flipao y el Perla se habían parado un segundo frente a la tienda. Tiempo suficiente para reconocerlos del barrio, dejó la tienda a cargo de uno de sus hijos y salió a ver qué ocurría.
— Mira estos dos mierdecillas — dijo uno de los policías — nunca han tenido tantas ganas de vernos.
—Ya te digo — respondió otro desde el coche patrulla — si tardamos un poco más el chino los deja secos. Una pena.
Aún en el suelo, el Flipao veía como la calle se llenaba de curiosos mientras una ambulancia trataba de hacerse paso. Entre ellos distinguió la silueta de una periodista. «China planta cara al barrio» comenzó diciendo al micro de una tele local. Lo que el Flipao pensó podría ser un buen título para una película justo antes de perder el conocimiento.
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