El desvelo en los días de sangre.

El desvelo en los días de sangre.

El hombre gris marcha por la sinuosa calle de los Argonautas, sin ningún tipo de aplomo ni rumbo concreto. Perdido en sus pensamientos, acude de forma recurrente a su cigarro (cada vez más corrompido), en busca de algún atisbo de inspiración. Los pequeños y efímeros comercios que se arremolinan a su alrededor se le antojan como un vertedero de malas ideas, ingenios condenados de antemano a la extinción. En un momento de lucidez se recuerda a si mismo que debe llamar a su hijo sin tardanza, pero las cabinas parecen haber desertado al unísono de las calles. Revisa frenéticamente las geometrías de los edificios, sus aristas e imperfecciones y entrevé en ellas recuerdos ajenos, de carreras e indisposiciones temporales bañadas en alcohol. El estanquero, al parecer el hombre más querido del lugar, lo saluda desde el interior de su pequeño feudo. El hombre gris devuelve el saludo y fabrica una pequeña sonrisa, que muere en los angostos terrenos de la confusión. A su lado circulan motocicletas chispeantes, pilotadas por jóvenes vigorosos y adeptos a los placeres de la Negra. Un viandante de ojos encendidos brama contra la avaricia de sus compañeros desde un teléfono invisible. El hombre gris intenta comprender sin éxito su frustración; decodificar los valles que se dibujan en la fisonomía del hombre colérico. Pero en su expresión solo entreve un oscuro pozo de vacío e incomprensión.

A escasos metros se alza una floristería de ciudad, un reducto radicalmente anacrónico en estos días de gaseoductos y astronautas armados con pistola. Una mujer arrugada (presumiblemente la florista) charla con un hombre harapiento que se encuentra tendido en la cornisa. La mujer le ofrece un café envuelto en lo que parece un recipiente diseñado por la NASA y un bocadillo cuidadosamente envuelto en una servilleta. Mientras las migajas de pan van sucumbiendo de forma paulatina, el hombre gris observa conmovido los ofrecimientos de la mujer. Sin embargo, adivina en el gesto del hombre moribundo la fatalidad de saberse más allá del bien y el mal, de ser Prometeo en el Cáucaso de sus circunstancias.

Un niño de pelo rubio golpea con agresividad un balón homologado, que siembra el caos entre los viandantes. Su semblante simiesco y tosco contrasta con la inevitable frugalidad de sus vivencias. El hombre gris esquiva por poco el balón y en ese momento siente el deseo de asfixiar con sus manos descosidas el cuello del infante. Sin embargo, al reconocer en el hombre colérico de antes a su padre, compadece de pronto al niño. Es más, recuerda en sus adentros, él también había sido un auténtico diablillo en sus tiempos mozos; un ratoncillo de ciudad dedicado al pillaje y sin ningún tipo de remordimiento. De repente, la calle asfaltada por la que camina languideciente le evoca la sucia y agitada calle que le vio nacer; el estanquero, avaro pero cordial, la señora diligente de la floristería, los comercios cambiantes.… La cabeza le empieza a arder de golpe y el hombre no puede más que rascarse con furia la testa. Sus padres quisieron llamarlo Jasón en honor al argonauta, algo que nunca llegó a comprender del todo y que siempre le había traído más infortunios que alegrías. Decide reposar entonces agarrándose en una farola, pero trastabilla y acaba en las fauces de la carretera. Un Alfa Romeo menudo y negro embiste contra él y sega su vida con la misma facilidad con la que los pistones de la tierra giran sin pausa. El cuerpo, desvalijado y bañado en sangre, se convierte pronto en motivo de miradas alarmadas, gritos histéricos y finalmente de un suave resabio de desolación.

Un año después, una mujer canosa y menuda, acompañada de otra más joven pero igualmente atrofiada pasean por la calle de los Argonautas. Las dos hablan de la lotería, que, por variar, ha ido a deleitar con sus encantos a otras tierras y otras gentes. La mujer más arrugada se pregunta si en realidad no será todo un teatro, si la felicidad de esas gentes que reciben el premio no es más que una actuación sonsacada de embusteros contratados para la ocasión. Pablo, el dueño del bar de la esquina, sale a saludarlas y agasaja a la mayor de las mujeres, alegando que su envejecimiento remite a los mismos principios que los del vino. La mujer, recientemente enviudada, ríe con los desvaríos del viejo gruñón, prometiéndole visitar otro día su bar para ponerse al día. Unos segundos después, entra con decisión en el estanque, mientras la otra mujer espera fuera. La joven de rostro marchito fija su vista entonces en un punto concreto de la carretera. Le resulta imposible comprender como un rectángulo de asfalto de apenas un metro cuadrado puede encapsular tanto dolor. El dolor de una familia golpeada por la tragedia, el de una calle regada con sangre e infortunio y por encima de todo, el dolor de un hombre delirante que recorría la calle de su infancia como un ignoto mosaico urbano.

La anciana sale apesadumbrada de su visita al estanquero, pues según cuenta su hija ha contraído una enfermedad desconocida para los médicos del país. Las dos comentan la inefabilidad de la vida mientras se alejan andando por la calle, en busca de nuevos desvelos.

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