La ciudad sin migajas

La ciudad sin migajas

Pati Sánchez

11/12/2020

El carrito de la compra, azul renco y remendado, sube al rellano para bajar en el ascensor. El golpe cuando trepa crea una rítmica percusión.

En una pared de la cabina hay un almanaque de ferretería con los meses arrancados. Se aparca junto a las fechas rotas y viaja entre cuatro pisos, hasta el nivel cero, donde cuelga un espejo, un reloj con las agujas perdidas y los visos de un tiempo descompuesto.

El invierno ha vuelto en abril. El hielo se licúa en los cristales de la puerta y desgaja la primavera sobre el bordillo.

Las ruedas lisas de tanto andar pisan el pavimento; se dirigen a la tienda con su ladeo involuntario y capeándose los charcos.

No hay perros, ni tertulias en el parque. Solo guantes sueltos y mascarillas, patos con hambre de migajas, un bus que se detiene en la estación deshabitada.

Hay un semáforo piando a nadie; a una ambulancia, a portones echados, al contenedor de basura, al carro cojo y añoso que circula por la ciudad encarcelada y se coloca a dos metros del último, en la fila del abasto.

Cuando le toca la vez, arranca con paso tembleque guardando con los demás una distancia prudente; girando y cediendo el paso, hasta adelantar y estacionarse en un rincón. Al cabo de un rato se llena hasta la mitad con yogures, ciruelas, jamón york, pan, papel de baño y arena para gatos. La carga es distribuida con equilibrio. Lo de la mascota ha quedado en el fondo, los lácteos a la izquierda, las frutas y el cuarto de fiambre a la derecha. 

Una vez balanceado, el vehículo se pone de vuelta por la Avenida Moratalaz al cuarto B del treinta y siete, siguiendo la misma ruta que invariablemente lo trae a casa.

Solo le quedan cien metros para el portal, pero el fardo que lleva le exige descanso en la banca de la esquina, a orillas de un fresno que se ha sacudido la lluvia.

Faltando quince para las ocho, las bisagras y cerrojos alrededor de la plaza empiezan a crujir; se abren ante los aplausos que son voces de las manos, abrazos con alas, el grito aunado en la boca inmensa de la cuarentena. Y aunque cada día crecen en su barrio las ventanas ciegas, el aliento ha seguido transitando los edificios tuertos.

El bolso azul arrea su fatiga y se enrumba. Cruza la planta baja hacia el elevador y cuando llega al número cinco, desciende al descansillo de su puerta, creando el compás con el que antes subió y que al regreso es más severo y lento.

Justo a las ocho, el carro ha vuelto a su sitio en la despensa, librando del manubrio a sus jinetes cansados, que son dos palmas desiertas. Porque hubo otras, pretéritas también, compartiendo esa rienda. Apenas ayer se despidieron sin tocarse, como dos hojas juntas que apartara el viento.

Pasadas las ocho, las manos yermas quitan el pestillo para agregarse al coro. Vibrando enrojecidas exclaman que resisten y el aire de Madrid alega que sí, sin humos ni bocinas, con la música nítida de sus fuentes y gorriones.

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