La ciudad dormida

La ciudad dormida

Atalanta💫

06/01/2021

Atardece sobre Madrid, el azul del cielo es tan indescriptible que quisiera diluirme en él.

Desde la azotea del círculo de Bellas Artes, la Minerva de bronce lo ve todo. El búho se ha marchado, no queda tiempo para la filosofía. Las serpientes han dejado la cabeza de Medusa y reptan por el suelo.

Los escasos transeúntes que caminan por la calle de Alcalá se ven pequeños. Muchos entran en la iglesia de San José, quizá Lope de Vega está dando misa de nuevo, o tal vez Jesús ha vuelto.

Una mujer llora al otro lado del biombo. Huele a desinfectante. Hace frío.

Les han tejido abrigos a los árboles. Los coches llevan semanas confinados, el aire nunca fue tan limpio. La Tierra está contenta.

El eco de los pasos resuena en la ciudad dormida, son pocos los que tatúan su huella en las aceras. Yo no llevo zapatos. Los rostros se ocultan tras las mascarillas, la civilización ha dado a luz una nueva especie de boca pequeña y ojos grandes, será por el asombro. Ya existían seres así, pero solo salían en los documentales, pidiendo pan. La certeza de los espejismos ha venido para quedarse.

La Cibeles es inconmovible, Atalanta e Hipómenes siguen sin mirarse, ni siquiera el virus ha roto el hechizo. Intento distraerla para que los leones se besen, es imposible.


Alguien mueve mis piernas, me crujen  las rodillas. En la planta de los pies se me han pegado trozos de serpientes.

En la Biblioteca Nacional, una palabra larga y una corta vagan abrazadas, han huido de los libros de Góngora y Quevedo, otras construyen crucigramas, la mayoría han entrado por las ventanas de las casas, para no seguir condenadas al olvido. El acento circunflejo se ha pegado un tiro.

Hay dos perros en la puerta del Museo del Prado, me inquieta que hayan dejado los cuadros. Uno es el perro de Nicolasillo, Moisés, está llorando, Mari Bárbola ha muerto. El muchacho la ha llevado al Palacio de Cristal. Por el Parque del Retiro siempre transitan príncipes, ojalá que alguno la despierte; al otro perro le he cambiado el nombre, antes le llamaba Paciencia, ahora se llama Libertad. Llevaba más de cuatro siglos en primer plano, esperando a que Jesús terminara de lavarles los pies a los apóstoles. La última cena se le ha quedado fría.

Dentro se ha desatado el caos, el vaso está tan lleno, que Baco es incapaz de encadenar más borracheras. El cristo de Velázquez ha perdido dos clavos.

He acompasado el latido de mi corazón al sonido rítmico del respirador. Unas líneas verdes bailan en la pantalla que hay sobre mi cabeza. 

Las cuadrigas se han convertido en un servicio público. Por el aire revolotean cientos de plumas blancas, los ángeles trabajan de guía turístico. Uno me ha invitado a ir con él. Le he dicho que no quiero ir a los pasadizos que conectan los Palacios de los reyes sin alma. Por esos pasadizos se han reunido durante siglos los amantes. Temo ir porque si no te encuentro, sabré que de verdad te has ido, y ya he perdido tanto que creo que me voy a romper por dentro.

Me ha traído a la plaza Mayor. No huele a calamares. Un pájaro se ha posado sobre la cabeza de Felipe III, no tiene alas, ¿para qué? Su deseo es quedarse atrapado dentro del caballo, espera atento a que abra la boca.

Los fantasmas se amontonan en las esquinas, algunos arrastran todavía el sambenito, se han olvidado de que aquí había un patíbulo y ahora tararean las canciones de los conciertos en las fiestas de San Isidro.

Al lado del Arco de Cuchilleros, un grupo disfrazado con epis de plástico espera a que sean las ocho, a esa hora resuenan los aplausos. Resulta mágico que algunos sean los antepasados de los otros, y que se reconozcan y se abracen. El miedo al contagio no existe cuando ya estás muerto. El bullicio se distingue dentro del silencio.


Agradecida, me despido del ángel, he llegado al lugar en el que se detiene el tiempo. En la plaza de la Paja siempre hay luna llena, los árboles llevan siglos cimbreándose con el viento. En la parte alta existe una capilla, solo he entrado una vez, siempre me cierran porque me pierdo observando las escenas cinceladas en las grandes puertas de madera de la entrada. Las voces de musulmanes y cristianos se han quedado impregnadas en las piedras.

En las mesas de las terrazas hay jirones de manteles de cuadros rojos y blancos, recuerdo el sabor del hummus y la cerveza, y a los vegetarianos hiperventilando con el olor a torrezno del bar de al lado.

Siempre abrazo al lector de bronce, con la esperanza de que levante la cabeza y me mire, ya no puedo tocarle. Se han borrado las letras de su periódico de tanto releerlas, o habrán sido las lágrimas que ha vertido porque no se acostumbra a la soledad.

Todos los poetas se han reunido en el jardín del Príncipe, están amontonando versos, para gritarlos y despertar a la ciudad dormida. 

En el cielo se oye un trueno espantoso, la Reina de las Nieves ha llegado al Palacio de Hielo, camina entre los ataúdes, y tú que habías dejado de creer en cuentos de hadas te preparas para irte con ella.

Alguien dice mi nombre. Abro los ojos. Libertad me lame la mano. 


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