De nuevo abrazo el témpano de hielo que circunda mi ciudad en un recorrido rutinario a mi trabajo. Las calles, tan solas como el alma de quienes envuelven la esperanza de vivir un poco más, claman el fin de un espectáculo desesperante al que a fuerza, me he tenido que acostumbrar sin que pueda hacer mucho por cambiar esta triste realidad.
Probablemente, usaré algunos años de los tantos que me quedan, para comprender lo que está sucediendo; para asimilar la inteligencia falaz y embaucadora de ese artilugio que ha desmenuzado nuestro estilo de vida; sigo mi camino y mis huesos tiemblan de angustia quisiera no llegar, quisiera improvisar una escapada y lograr un asilo en otro mundo pero, mis entrañas desgarran un clamor indecible y me recuerdan con furor mi juramento.
La angustia es absurda en ese trance demoledor entre lo que tengo y lo que debo hacer, allí a unos pocos metros, muchos esperan mi llegada con la esperanza de encontrar en mi una cura a ese virus que coloniza sus pulmones y les impide respirar. Pero lo que no saben, es que mis manos están atadas aunque mi voluntad ande a rienda suelta intentando ayudarlos a como de lugar. Las decisiones colectivas donde hay tanto en juego, me desligan de poder aportar con mi experiencia o tan solo la oportunidad de opinar acerca del enorme poder que tiene esta plaga y de la rapidez con que ha paralizado el mundo.
Allá en el “trono”, donde los grandes deciden y seleccionan como si fueran muñecos de feria, su indiferencia no ha provocado la desaparición del problema por el contrario, como un “fardo de maíz” ha sido arrojado a los hombres de blanco para que sobre nuestros hombros, pese la carga del costo psicológico y emocional de decidir quien puede seguir viviendo; esto no es una elección justificada sino un homicidio vergonzoso donde la única responsabilidad que tienen es la de salir corriendo.
Duele ver como caen como fichas de ajedrez aquellos que ignoraban el poder tan letal del virus y debo admitir que ahora pongo en duda si en realidad elegir este lugar es una decisión acertada, o lo mejor será quedarse donde sus vidas no sean tan impregnadas de tantos despropósitos, ocurrencias, experimentos improvisados que solo develan la falta de conocimiento, la falta de preparación y la necesidad imperiosa de disponerse para gigantes más fuertes, mientras vemos como el mundo se derrumba a nuestros pies.
Por primera vez, nos enfrentamos a nosotros mismos día y noche sin parar un segundo; la situación saca de ti lo mejor y lo peor, tu verdadera identidad en este golpe compartido que nos ha arrancado a los nuestros apagando sus almas en tiempo fugaz, mirando en muchos casos el ultimo adiós de los abuelos a través de una pantalla o tal vez dejando a su propia suerte lo que será su partida de este mundo.
No sé cual panorama deprime más mi alma, si las calles vacías que algún día fueron refugio de tantas historias o el hacinamiento voraz que apesta a temor, dolor y muerte; en esta infección mundial que nos da una zarandeada al cuerpo y a la mente y que tiene un universo luchando contra un enemigo gigante sin que se avance mucho en una solución a este gran problema.
Y como si fuera poco, la altivez se levanta contra el conocimiento en una mixtura de conceptos que lo único que provoca es que el desánimo humano y la confusión de la mano con el miedo, se incrementen y que a muchos se les siga apagando apresuradamente su vida, porque nos convencimos de cosas que no son; nos aferramos a defender nuestra posición pero en muchos casos, basados en mentiras imposibles de argumentar por medio de un respirador que se convirtió en una pieza de subasta con un valor ,en muchos casos, imposible de pagar.
―No hay justificación para tanta perspectiva humana errónea e ilimitada―
Ahora, camino a casa, tras un día agotador e infinitamente agobiante, mirando como la desolación viste de soledad al mundo, me pregunto… ¿Dónde está mi batalla?, ¿En mis pensamientos o en la realidad que ven mis ojos? y que tiempo atrás era tan impasible a nuestra percepción. Los parques sin los besos de los enamorados, la imagen desierta de una urbe pletórica de vida apagada ante mi como si los habitantes de este mundo se hubieran mudado a otro, el desplome sorprendente de un comercio que tuvo que esconderse como si fuera un intruso pero, cuando avanzo unos cuantos kilómetros, cerca de la calle diez, la naturaleza me sorprende y como si no se enterara de lo que está sucediendo, la primavera sigue haciendo crecer sus flores en un escenario majestuoso que solo yo, en ese instante, tengo el placer de disfrutar como un tapete de esperanzas color rosa, en una ofrenda a mis sentidos que minimiza el dolor que llevo dentro.
Hoy sólo sé que tan solo un respiro sin esfuerzo me convierte en millonario, que tengo más de lo que pude anhelar y que solo cuando vimos agonizando el mundo, pudimos comprender que el hombre más rico no es el que más dinero tiene.
Cuelgo mi bata en el perchero,
Mañana será otro día…
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