Que no termine.

Que no termine.

Eduardo Santise

05/12/2020

Que no termine

—¡Me cago en esta calle, qué empinada que es! Ya casi no puedo respirar, pero no tengo que sacarme la mascarilla—

Lo dijo con voz baja y entrecortada, con enfado y visible ahogo. Es que venía a paso muy rápido, aunque sin correr, ansioso e impaciente, desde ese oscuro andén de la terminal del tren, y si bien casi no había gente él tenía mucho miedo de que algún guardia lo viese.

Es que la calle tiene mucha pendiente, y no se le hacía fácil caminar a paso vivo hacia arriba, angustiado, asustado, atribulado, abriendo muy grande la boca para conseguir algo de aire detrás de esa mascarilla azulada que lo ahogaba pero que también lo protegía.

Deseaba llegar y cerrar la puerta, y que nadie pueda ya acercarse a él. Solo deseaba estar solo.

—¿Dónde caracho dejaste las llaves, Kike?—

Claro que le había dicho que las llaves estarían detrás de las rejas de la ventana, pero su cerebro funcionaba más lentamente que sus piernas, que sus manos, y buscaba sin ver. Las llaves estaban allí, exactamente donde le dijo el Kike.

Entró.

Por fin adentro ya se sintió seguro, aunque no tanto como para encender las luces.

Un pequeño apartamento en un semisótano, tal como se lo había contado el Kike. Ideal para su situación. La cama, la mesa, la tele, todo estaba allí. Serían sus compañeros de vida por un largo tiempo.

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—¿Qué día fue el que llegué aquí?— Se preguntaba a sí mismo.

Pero sabía muy bien cuando había llegado. Solo que la monotonía de los tantísimos días que llevaba encerrado le hacían perder la cuenta, confundir jueves con martes, mezclar el día que comió hamburguesa con el otro día en que comió salchichas…

—Ya estoy harto de mirar por esta ventana— Conversaba con él mismo, aunque sabía que era mejor intentar ver el cielo desde aquella ventana enrejada que, aunque se parecía mucho a una celda, no lo era, y la tele y la radio lo mantenían conectado con aquello que se desdibujaba en sus recuerdos y que temía no volver a ver.

—No puedo ver la esquina— Decía en voz alta, pero no mucho, por si acaso lo escuchasen sus vecinos. Y no, desde allí no podía ver ninguna de las esquinas, apenas las fachadas de los edificios vecinos y los pasos de las poquísimas personas que pasaban por allí. El silencio en la calle era interrumpido pocas veces, y alguna de ellas lo deseaba y disfrutaba tanto…

El paso de las semanas le fue dando algo de seguridad. Solo salía cada viernes hasta el supermercado de la esquina, compraba rápidamente, siempre con anteojos oscuros y por supuesto la mascarilla bien puesta. Y se volvía a meter en ese apartamentito semienterrado, con una ventana con rejas que solo le permitía ver los zapatos de la poca gente que pasaba, y algo de luz pero nunca el sol, y las gotitas de agua de lluvia pegándose contra el suelo pero nunca los relámpagos…

Se comunicaba con el Kike muy pocas veces, se había deshecho de su teléfono móvil, y solo hablaba con él por el fijo del apartamento, no podía,
no podía hacerlo con nadie más. Pero no le pasaba ninguna novedad, la pandemia estaba en su máximo nivel, las restricciones eran extremas, y ni el Kike ni nadie sabía nada de ella.

Y entonces volvía a mirar por la ventana, y sin ver las paredes rojas de las casas de enfrente, las imágenes de aquel terrible momento volvían una y otra vez, igual que por las noches cuando se aparecían en el blanco cielorraso, como un film antiguo detrás de las aspas dando vueltas del ventilador de techo… O cuando miraba cualquier serie en la tele, si parecía que todas tenían el mismo argumento.

—Esa señora pasa todos los días a esta hora— Conversaba con él mismo, ya en tono más coloquial y relajado. Y era verdad, la señora paseaba a sus perros cada día a la misma hora, y él la esperaba casi con impaciencia un buen rato antes. Si hasta un día casi la saluda, pero por suerte reprimió el impulso a tiempo.

—¡A cenar, que llegó la pizza!—Gritaba en voz muy suave cuando cada viernes y sábado se paraba en la puerta de enfrente la motito del repartidor. Y hasta le parecía sentir un poquito de ese olor característico de la masa recién horneada, y metía entonces en su microondas esa pizza congelada del súper…

—Hablen más fuerte, que no escucho— Susurraba, con la luz apagada y la respiración contenida, aquella noche en que una parejita, desafiando todas las normas y controles, se paró junto a su ventana para jurarse amor eterno… Y una lágrima incontenible cayó por su mejilla, porque la recordó así como la vio la última vez después de golpearla, con un hilo de sangre manchando su pelo… Y antes de salir corriendo sin siquiera ayudarla.

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Los días se empezaron a transformar, ya no sentía tanta angustia, se iba acostumbrando, y hasta le empezaba a gustar su vida. Pero una mañana lo llamó el Kike. Era temprano, y aún medio dormido lo escuchó con poca atención, hasta que le dijo que el confinamiento se terminaba, que ya no podría seguir prestándole aquel apartamento y que debía salir de allí.

La idea de volver a salir a la calle, de ver a la gente, de cruzarse con sus miradas, con sus voces, con sus risas, lo aterraron. Sintió de golpe que todos —todos— lo sabían. Sus recuerdos se presentaron otra vez, lo atormentaron, y volvió a agitarse, a asustarse, a cerrar la ventana, a apagar las luces. Se desesperó, la vida volvería a la normalidad, la gente dejaría de usar mascarilla, y todos —todos— lo reconocerían.

—Quiero seguir encerrado para siempre— Se dijo una y otra vez.

Y su inmensa cobardía lo hizo desear con todas sus fuerzas que aquella pandemia no se terminara nunca.

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