La Virgen de las Flores

La Virgen de las Flores

Maria Del Valle

03/12/2020

Era un caminito de pinos y flores, bordeado por peperina y yerbabuena, que inundaban el aire de una fragancia tan perfumada como autóctona de esa región serrana. La calle de la Virgen de las Flores tenía una historia muy linda: era un sendero dónde la Virgen se había aparecido a una niña, la pequeña Faustina, de tan solo seis años, y le pidió que todos los días le trajera una flor. Así hizo la pequeña acompañada por su madre.

Al tiempo se sumó su padre, sus familiares y, en algunos meses, todo el pueblo iba con flores a su Virgen. El curita de la zona, al enterarse, le pidió a la gente del lugar que le ayudaran a armar un pequeño santuario.

Allí no habría regalos, carteles, ni velas. Sólo flores. Todos los días una flor. De ser un senderito olvidado pasó a ser la calle más transitada del pueblo. Llegar allí era un regalo para los sentidos, y en especial para el olfato. La delicada fragancia de las flores, mezclada con las hierbas aromáticas del lugar, daban al aire un sutil aroma de ensueño.

Faustina fue creciendo en sabiduría y salud, y seguía llevando sus flores. Se sentía dichosa por haber tenido el privilegio de ser elegida por la Madre Celestial. Rezaba a diario, intercediendo por los más necesitados. Pedía por su familia, sus amigos, y por ella. Sentía una devoción especial por esta Virgen colmada de flores.

Con el correr del tiempo, se había transformado en una joven de una virginal belleza. Se casó con Pedro Javier, un muchacho honesto  con el que habían trabajado codo a codo para levantar su casita. El amor suplía cualquier necesidad material, pues confiaba siempre que el amor todo lo puede. Luego vino para alegría de ese hogar una niña llamada Flora, en honor a su Virgen.

La pequeña era una asidua concurrente al santuario. Su abuela y su madre le habían enseñado a rezar el rosario y a dibujar rosas para la Virgen. Vivía a sólo unos metros del lugar, y desde la ventana de su dormitorio podía contemplarlo.

Pero un día llegó la voz de alarma al pueblo: el sacerdote que recién llegaba de misionar estaba enfermo. Al parecer se había contagiado de un virus muy peligroso y muy contagioso. Les pedían a todos permanecer en sus hogares.

Cuando la pequeña quiso ir a llevar su flor como todos los días, su familia le dijo que no podía salir de la casa por un tiempo y la niña se impacientó. Su madre con toda ternura le explicó que María quería cuidarla, por eso lo mejor era que le hiciera flores de papel. Y buscó los materiales. Entre las dos crearon una hermosa flor y la pusieron junto a la ventana, mirando a la Virgen.

Al otro día, la flor no estaba, pero sí había un olor exquisito a rosas. Decidieron hacer otra, y la volvieron a dejar junto a la ventana, al lado de una pequeña imagen de Virgen. Al otro día igual, y así sucesivamente.

Cuando Faustina se mostró preocupada, Flora sonriendo le decía: —Mamá María la vino a buscar, hagamos más flores para Ella.

Y así pasó la cuarentena hasta que el padre Jeremías se repuso. Nadie más se había contagiado. Con las medidas de seguridad salieron a la calle, y allá fueron abuela Mirta, mamá Faustina y la pequeña Flora con un ramo de rosas del jardín. ¡Grande fue la sorpresa al ver las flores de papel en las manos de María! La niña feliz las miró y les dijo: — ¡Vieron que tenía razón, la Virgen las buscó por las noches porque le gustaron mucho!

Las señoras no podían creer lo que estaba pasando, pero se dieron cuenta de ese milagro. Juntas rezaron agradeciendo que todos en el pueblo estaban sanos, y pidieron fervorosamente que pronto acabara ese mal para toda la humanidad.

¡A veces la inocencia de los niños hace verdaderos milagros!

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