«Ya no somos como antes», se lamentaba Turia. «Es verdad, tenemos menos alegría», le respondía José Payán.
Las calles Turia y José Payán hablaban entre sí sobre todo por las mañanas con el despertar del sol, pero no eran las únicas calles en estar de tertulia, al resto de las calles del pueblo también les gustaba conversar.
«Mucha gente ahora pasa cabizbaja por nuestras aceras, están muy preocupados con esto de la pandemia», seguía diciendo Turia. «Y llevan todos mascarillas, como si pretendieran ocultar su boca y su nariz», afirmaba José Payán. «¿Cómo van las relaciones entre Clara Campoamor y Antonio Machado?», se preguntaba una calle a la que le gustaba cotillear que se hallaba unos metros más allá de la calle Turia. «Pues por lo visto ya no pueden estar tan unidos como antes, cuando los farolillos de la verbena los enlazaba», le contestó una vía paralela. «Ya no hay verbena en la Plaza de la Cruz», negó con tristeza la calle más cotilla del pueblo.
Las calles Clara Campoamor y Antonio Machado se alargaban hasta derivar en la Plaza de la Cruz, cuando había verbena los vecinos engalanaban la plaza conectando a las calles enamoradas con adornos y luces.
«Es una lata estar enamorado en tiempos del coronavirus, sobre todo si no puedes ver a tu amado por el cierre perimetral», comentó la cotilla, que se había casado hacía mucho con un callejón que se iniciaba en uno de sus extremos, «menos mal que mi marido y yo podemos estar juntos porque sé de calles que han tenido que separarse». La calle paralela con la que charlaba le contestó: «¡y que lo digas!, que hay calles que no se pueden cruzar porque ya pertenecen a otro municipio». «¡Vaya plan que llevamos!», intervino una calle solitaria, «por mis aceras cruzaban antes numerosos peatones pero hoy día son pocos los que me atraviesan, da la impresión de que a mis vecinos les da miedo poner un pie en mí. ¡Me aburro tanto!, ¡estoy tan sola», se quejó, «como si nadie me quisiera, por lo menos tú tienes a tu marido el callejón». «Pues si apenas pasa nadie por ti, te podrás imaginar las escasas visitas que recibe un callejón y menos como está el panorama actual, pero mi marido me tiene cerca, estamos juntos, eso es lo que nos importa, lo siento por Clara y Antonio, alguien tendría que hacer algo para volverlos a unir». «Hablaré con la Plaza de la Cruz, por si pudiera ayudarlos», habló la Plaza de la Constitución, que era donde se ubicaba el Ayuntamiento Viejo.
En la Plaza de Nuestra Señora de los Dolores, prácticamente al lado de la anterior, se situaba el Ayuntamiento Nuevo que también se ofreció para hablar con la Plaza de la Cruz a ver de qué modo echaban una mano a los enamorados.
Antonio se despertó aquella mañana más tarde de lo habitual, se le pegaron las sábanas, había oído cuchichear a las calles aledañas no sabía de qué. Últimamente las calles se llevaban hablando casi todo el día, parecía que no tenían otra cosa que hacer, porque claro como cada vez salía menos gente de su casa apenas trabajaban como paso de transeúntes. Lo primero que hacía al despertarse era pensar en Clara y enviarle un saludo a través de las calles adyacentes a la suya. Decidle a Clara que esta noche he tenido un bonito sueño con ella. La veía hermosa, con las persianas abiertas procurando abundante luz a los hogares, con visillos de encaje en muchas de sus ventanas y balcones. Decidle a Clara que la quiero, en lo bueno y, sobre todo, en lo malo, porque en la persiana metálica de una de sus tiendas hay un letrero que pone cerrado por defunción. El dueño del local, se trataba de un estanco, ha fallecido a causa del virus. Las campanas de la Iglesia de Santa María de Gracia, erigida en la Plaza de la Constitución, resonaron lentas en todo el pueblo anunciando el funeral y las calles quedaron ensombrecidas por el dolor. Desde su ubicación oyó llorar a Clara y hubiera querido poder alargar su recorrido hasta ella para ofrecerle consuelo. Ella y él confluían tan solo en la desembocadura de sus calles, en la Plaza de la Cruz. «Clara dice que también te quiere», es el mensaje que recibe a través de una calle amiga. «Dice además que echa de menos las verbenas de la plaza, donde se fundía contigo a través de los farolillos».
«Algo hay que hacer por ellos», se decían las plazas de la Constitución y de Nuestra Señora de los Dolores, y se decidieron a hablar con la Plaza de la Cruz.
Entre las tres urdieron una idea. El viento sopló aquella noche más fuerte de lo habitual e hizo caer al suelo de la Plaza de la Cruz unos farolillos que se amontonaban en una caja que un vecino mantenía en el balcón de su piso. Al día siguiente el viento se había calmado y el sol iluminaba las calles, plazas y jardines del pueblo. Unos niños encontraron los farolillos y se pusieron a jugar con ellos, luego los dejaron arrumbados sobre un banco de la plaza. Chata, la mendiga, buscó descanso en el banco donde estaban los farolillos dejando a un lado el carrito de la compra donde acumulaba todo tipo de cosas. Se puso a pensar en otros tiempos, cuando era joven, sus padres vivían, la droga no se había comido sus ahorros y disfrutaba de la verbena en la plaza. Acarició el papel de los farolillos con un pensamiento en la cabeza. Los vecinos de la Plaza de la Cruz se sorprendieron al despertar pues la plaza estaba engalanada con farolillos, las calles de Antonio y Clara se hallaban unidas de nuevo, él percibió las caricias de ella, a los habitantes del lugar les hubiera gustado hacer una fiesta aunque a aquella verbena improvisada, por tener que guardar las distancias, no pudo asistir nadie.
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