Y el mundo siguió girando

Y el mundo siguió girando

Luci

26/12/2020

El puto viejo asqueroso intenta mantener erecto su pene mientras me toquetea las tetas. Me esfuerzo en la labor de succionar con fuerza para que no se le muera…y entonces la bofetada llega sin aviso, los reproches y la patada en el estómago. Siempre la misma historia, pero esta vez Manolo se digna a dejarme el paquete de tabaco y los dos cartones de vino como prometió. Me los arroja a la cara con desprecio, antes de coger su carro y abandonar el parque en busca de un sitio donde pasar la noche. Yo debería hacer lo mismo, el cajero de la calle Corrientes ya estará ocupado por el Moro a estas horas y el frío, cuando se te mete en los huesos, no perdona.

Camino un poco dolorida aún; hoy se le fue la mano con los golpes; y no dejo de sentirme incómoda ante las miradas envidiosas que me espían, mientras avanzo con la lentitud que toda mi malevolencia me permite. Sé que me observan, y sé que sus ventanas se han convertido en un escaparate diabólico que los atormenta, ante la impotencia de ver pasar una vida; a la que una pandemia le ha dado sentido; encerrados.

¿Quién me iba a decir a mí, que este submundo marginal se convertiría en el bien más codiciado por tan petulantes vecinos?, y, ¿cómo iba yo a imaginar, que un confinamiento improvisado y a la carrera, me llenaría de esta falsa libertad que comienza a atosigarme?

Porque es curioso. Muy curioso. Es tan curiosa esta cuestión, que está a punto de matar al gato.

A ver si me explico. ¿Cómo puede ser que tras tres años de dormir en la calle, de ser invisible, y hasta muchas veces pisoteada por la indiferencia, me haya transformado de la noche a la mañana en la protagonista de este insoportable enredo? Al principio me hacía gracia deambular entre calles desiertas, después de todo, estaba acostumbrada a ser ignorada cual perra apestosa. Pero, poco a poco y con una sutileza descarada, sus fantasmales presencias comenzaron a acosarme demandando; con delicadeza al principio y exigiendo con tiranía luego; un poquito de atención, y que tras el famoso binomio acción-reacción desencadenaría el espectáculo circense jamás visto en todo el vecindario.

Todo comenzó por casualidad; o no, quien sabe…a veces la vida es así de puta. El calvo del segundo sacó  un teclado al balcón y sin venir a cuento comenzó a tocar una melodía, de esas pegadizas que hacen que el cuerpo se mueva por inercia ante el ritmo. Ese gesto inocente, despertó en mí la melancolía de aquellos viejos días de conservatorio, cuando todavía creía en el poder del talento y bailaba con tesón para conseguir mis sueños. En fin, que comencé a danzar como una loca hipnotizada por la música, transformando aquella acera en el mejor escenario y ese momento en el mejor show. Tal fue el despilfarro de fervor, que no pudieron evitar sentirse atraídos hacia esta marginada sucia, a la que algunos descubrían por primera vez. 

Dancé, dancé y dancé sin miedo, sin vergüenza y sin complejos.

Dancé sin tiempo y con pasión.

Hasta que de repente la música cesó y acabé mi acto al mejor estilo Hollywood, con glamour y voltereta incluida. Los aplausos me despertaron de aquel trance, y el estupor ante la realidad me lanzó hacia una huida veloz en busca de un agujero donde esconderme. Pero a partir de aquél momento mi subsistencia cambió, y de ser la borracha drogadicta que todos miraban con desprecio, pasé a ser la graciosa mona de circo que entretenía sus pestilentes vidas.

No entiendo como no me di cuenta, ni cómo pude participar de esa nauseabunda representación a la que me arrastraron con falsas alabanzas y gestos de cordialidad. Supongo que como hacía mucho tiempo que  no recibía cariño, me convertí en una presa fácil. Y es ahora, cuando soy consciente de que mi presencia allí, no es otra que la de apaciguar tanto desconsuelo a sus amargadas existencias.

Llevo bailando para ellos semanas. Servicial y agradecida. Y con tan solo una mirada inocente, y una frase sin maldad que lanzó al aire el pequeño Juan, el maravilloso mundo de inclusión y solidaridad que me había creído desapareció, sin más. Si es que los niños son incapaces de mentir.

«Mamá, ¿puedo saludar a la piojosa?» Preguntó el niño asomado al balcón del primero. Y esa titubeante madre, azorada, bajó la mirada e intentó disimular el asco ante mi presencia.

Mierda de la grande me ha caído. 

Ya no puedo escapar. Intento que me dejen en paz, pero utilizan las tretas más miserables para tenerme amarrada. Ponen a los chiquillos a vigilar, para alentarme a bailotear con toques de palma cuando me ven pasar. O esos abuelitos con cara de pena y ojos lacrimosos, que me imploran un poquito de atención con  miradas suplicantes. ¿Cómo negarme?

Se aprovechan de mi vulnerabilidad. Pero hoy estoy dispuesta a poner punto y final. Total, con las provisiones que me da el Manolo a cambio de dos patadas y un intento de felación ya me las apaño.

Es la hora, y el calvo se está acomodando como cada día ante su teclado.

Suena la primera nota y un escalofrío recorre mi cuerpo. El movimiento surge instantáneo y grácil, me dejo llevar como siempre, pero esta vez el plan que he urdido me guía con intención. Primero dejo deslizar una manga por el brazo, luego la otra, y el jersey rueda por el suelo. Repito la acción con la camiseta, y mis pechos quedan al aire. No puedo evitar sonreír al percibir muecas estupefactas en sus rostros. El botón y la cremallera resbalan acompasados con la música. Pantalón fuera también. Mis bragas agujereadas dan un toque descarado…cuánto placer. Con calcetines y despelotada acabo mi última función. Triunfal.

Entonces las sirenas no tardan en hacerse escuchar, sabía que los llamarían enseguida. La patrulla se detiene ante mí, los agentes cubren mi grotesco cuerpo como pueden y con actitud hostil me conducen hacia mi nuevo refugio de libertad. Una celda sin miradas.

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