“Lo peor de la peste no es que mata los cuerpos, sino que desnuda las almas, y ese espectáculo suele ser horroroso”
— ¡No puede estar acá, señor! Y póngase el barbijo ─habló enérgicamente el oficial de policía.
—Buenas noches, Oficial. ¿Por qué no? No molesto a nadie. Estoy sentado, tranquilo, tomando una cerveza. Yo no uso bozal ─dijo con ironía el muchacho —no lo necesito, estoy sano y conozco mis derechos constitucionales. ¿Por qué no va a buscar chorros, violadores o a esos atorrantes que usurpan las casas que están desocupadas?
Ante la respuesta del adolescente, el oficial, molesto y con más énfasis dijo:
— ¡Son las 21 horas! ¡el toque de queda es a las 20 horas!
—Está bien, está bien, tranquilo; termino la cerveza y me voy. Necesito un trago más… acaba de morir mi abuela ¿sabe?
—No me venga con excusas. Vamos, levántese, está detenido.
Ante la negativa del muchacho, el oficial lo tomó violentamente del brazo haciendo que soltara el vaso y cayera al suelo, salpicando de cerveza al policía.
Sorprendido y asustado, el muchacho le pegó patadas y forcejeó hasta que logró zafarse y salir corriendo.
No hizo más de tres metros cuando una bala certera de la pistola reglamentaria del oficial le dio de lleno en la cabeza, arrancándole la vida…
Desde los 10 años de edad, luego de morir su madre, prácticamente se había criado en la calle. Unos muchachos del barrio se reunían en un almacén que quedaba en la esquina de la casa, donde les permitían tomar cerveza en una mesa improvisada. Tocaban la guitarra y el yembe; eran los dueños de la esquina; él los observaba desde el balcón del departamento.
Algunas veces, cuando venía del colegio, se sentaba en la vereda hasta la nochecita, cuando su padre volvía del trabajo.
Y así fue creciendo, escuchando hablar de música, injusticias sociales y fútbol.
Con el tiempo, los muchachos no pararon más allí y Manuel y sus amigos “coparon” la esquina.
Eran un grupo tranquilo y no tenían demasiados problemas con la policía. Sólo dos veces lo llevaron a la comisaría: una por fumar marihuana, y otra vez por no tener documentos. Manuel era conocido y no bien visto por algunos policías, ya que los enfrentaba y cuestionaba, teniendo siempre un buen argumento para justificarse. Conocía bien la constitución; pensaba estudiar abogacía.
La reunión en la esquina del almacén era el lugar neutral para hablar de cualquier cosa: alguna anécdota reciente o de hace años, y obviamente de música y fútbol. Una especie de terapia de grupo, solían bromear. Hasta ese nefasto mes de marzo del 2020, cuando todas las personas del mundo fueron enjauladas y privadas de sus vidas.
Ese tiempo de encierro lo había pasado chateando, mirando películas violentas y buscando trabajo por internet en algún bufete de abogados, pero sin éxito.
Horas mirando desde el balcón del segundo piso la calle vacía y la cola de gente bien formada respetando las distancias para entrar a comprar al almacén de la esquina. Le resultaba imposible reconocer a alguna persona, todas con barbijo; él lo llamaba bozal, y decía que les privaba de oxígeno y les robaba media cara de por vida.
Su abuela lo llamaba por teléfono todos los días en estos tres meses. No le hablaba del virus, no; el tema era siempre cuanto extrañaba a su hija… la que había sido su mamá.
Estaba harto de hablar con su novia y amigos por whatsapp, reunirse por zoom, intentando emular los encuentros en la calle… simulando una normalidad anormal. Odiaba que un gobierno le dijera qué día podía salir según su número de documento, y a qué hora debía estar en su casa.
Con dieciocho años de edad se sentía muerto en vida… Más de una vez pensó en suicidarse.
—Voy a ver a la abuela, papá. ¡Hace tres meses que no la veo!
—No hijo, no podemos poner en peligro a la abuela. Tiene 75 años, es persona de riesgo.
— ¡Eso es mentira! ─dijo Manuel —Lo que necesitan los abuelos son abrazos y compañía. Yo no creo en ese «bicho». Voy a ir a verla; ayer cuando hablamos por teléfono me dijo que quería contarme algo, la noté muy triste.
— ¿Pero qué te pasa? ¿No escuchás las noticias? Es una pandemia, carajo, la gente está muriendo por ese virus. Y más los abuelos. En todo el mundo, no solo acá.¡A vos no te importa nada ni nadie! ─dijo el padre, realmente muy asustado y confundido por la situación infernal de mes tras mes de lo mismo.
Manuel no quería discutir; ya estaba cansado, vencido.
—No tenés que mirar tanta porquería en la tele, viejo. Los abuelos se mueren, sí, pero no del “covid”; se mueren de tristeza y abandono. Pero está bien, no voy a ir; a ver si le pasa algo y me echas la culpa a mí.
Dos días después de que su padre le impidió ir a verla, falleció su abuela.
Una vecina que le llevaba provisiones la encontró muerta en el sillón, con la foto de su hija en la mano…
La policía sanitaria la llevó directamente al crematorio; ni Manuel ni su papá la pudieron ver. Pero eso sí, les entregaron las cenizas aún calientes en una caja de cartón.
Manuel maldijo la situación, se maldijo a sí mismo por haber hecho caso a su padre y no visitar a su abuela. Maldijo a Dios y a la vida. Esa vida que de un día para otro había cambiado drástica e incomprensiblemente.
Su padre fue a ultimar los papeles de la defunción y él al almacén de la esquina. Eran las 20.30 horas del día más triste de su corta existencia; compró una cerveza y se sentó en la vereda; no había nadie en la calle. Y lloró, lloró como jamás había llorado.
Vio al patrullero estacionarse a unos pocos metros; se secó las lágrimas y sonrió…
— ¡No puede estar acá, señor! Y póngase el barbijo ─habló enérgicamente el oficial de policía…
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