Estábamos jugando en el patio y mi madre tejía junto a la vecina. De pronto, dijo, ¡qué aburrimiento! La miramos sorprendidos porque no era algo posible: ella siempre tenía algo para entretenerse. Inquieta y provocadora de acontecimientos, como los típicos picnics un día de sol, una caminata bajo la lluvia para chapotear con fervor en cada charco, nadar en la laguna aunque fuera otoño, ordeñar la vaca del tío Cándido a las cinco de la mañana, dormir bajo las estrellas, o conocer a Calina, la suiza que dormía a la luz de la luna, jugar al carnaval aunque no fuera febrero, en fin… cosas como esas entre otras más artísticas, como aprender a cantar con una profesora contratada por mi abuela, o practicar danzas españolas con la familia recién llegada de Asturias…de ahí el asombro, cuando dijo qué aburrimiento.
El camión Dodge de mi padre estaba estacionado en el predio que daba ingreso al depósito de maderas. Esa mañana, dos operarios habían hecho la descarga de postes. Mi padre había dado las órdenes y luego había partido en el Siam di tella 1500, hacia algún lugar que ni mi hermano ni yo supimos, pero que nos fue informado como un nuevo viaje. Mi madre, que lo había esperado toda la semana con preparativos propios del amor que sentía y demostraba con atenciones que despertaban en nosotros, sus hijos, celos por su preferencia notable, lo vio partir otra vez, resignada.
Y así estábamos, ella tejiendo y nosotros jugando. Nos habíamos trepado al árbol de quinotos, cuando ella, sacudiéndose la pollera gris de toda hilacha y pelusa dijo, bueno, vamos a dar una vuelta. ¿Una vuelta?, preguntamos al unísono, especialmente doña Rosa, la vecina, que dejó su tejido sobre la mesa y acomodó el mechón de cabello que caía sobre sus ojos.
Mi madre buscó las llaves del Dodge y, para sorpresa de todos, dijo suban. A doña Rosa le dijo usted, Rosa, adelante, en la cabina, y ustedes, nos miró displicentemente, éramos tres, suban al chasis. Era alto y lo hicimos trepando las ruedas de caucho cubiertas de barro seco. No había barandas protectoras y nos sentamos contra la cabina, llenos de ansiedad. Mi madre jamás había manejado un auto, y menos un camión. Pero fue compañía de mi padre mucho tiempo, cuando eran jóvenes y se amaban y él la llevaba a todos sus viajes… El motor del Dodge nos puso en alerta y nos tomamos de las manos, mi hermano sentado a la derecha y Manuel, el hijo de doña Rosa, a la izquierda. Vos en el medio, así no te caés, dijo uno de ellos.
Pasaron muchos años, pero revivo la intensidad de ese paseo, que comenzó entre risas y asombro. Mi madre logró ubicar la palanca de cambio en uno o dos lugares y el Dodge se movió lentamente. El rugido sordo del motor no incomodó al vecindario que en la siesta de ese verano bochornoso permanecía silencioso. Las calles eran de tierra y una polvareda se levantaba como una nube a nuestro paso. Recorrimos algunas calles inhóspitas, otras despobladas de casas bordéandolas y atravesamos la vía del tren. Supimos, entonces, que estábamos del otro lado de la ciudad. Ya nos habíamos acomodado a la circunstancia del paseo, cuando de pronto una frenada nos sacudió. El motor no se detuvo. El Dodge como un monstruo marino ronroneaba sereno. Entonces, frente a una casa blanca, con un jardín tupido de flores también blancas, vimos estacionado el Siam di tella 1500 de mi padre. Al rato, con un tosido raro, el Dodge comenzó a moverse, nuevamente. Cuando nos alejamos de la casa blanca vimos a mi padre salir a la vereda y mirarnos hasta que nos perdimos de su vista.
El paseo terminó esa tarde cuando mi madre logró estacionar el Dodge con ayuda del carnicero, nuestro vecino, en el mismo lugar de donde lo había sacado dos horas antes. Hubo un gran silencio mientras descendíamos. Doña Rosa se cruzó a su casa y se llevó de la mano a su hijo Manuel. Mi madre entró a la nuestra y fue a su dormitorio. Mi hermano y yo, que habíamos creído que mi padre había salido en un nuevo viaje, nos sentamos en los sillones del patio hasta que se hizo la noche. Sentíamos que algo grave había sucedido. Mi madre cocinó unos huevos y nos dijo que cenáramos, que ella no comería. Le dolía la cabeza. Antes de acostarnos, vimos que en el pasillo había dos valijas. Y mi hermano preguntó: ¿nos vamos de viaje? Mi madre había entrado al baño, cuando salió nos dijo, si viene su padre, ahí están sus cosas. Al otro día, las valijas permanecían en el mismo lugar, como si esperaran algo que nunca sucedió. Mi padre dormía en su habitación, y mi madre cantaba en la cocina. Estaba preparando el mate. Nosotros desayunamos y nos fuimos a la escuela. Ella siempre hacía que cada día fuera distinto al otro.
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