La Villa del Cerro es una pequeña ciudad dentro de otra ciudad. Rodea la falda de la pequeña montaña con calles empinadas y preciosas.

Mientras limpio y ordeno por vigésima vez mi ropero, gracias a cien días de encierro, saco una vieja caja de fotografías también viejas, que me llevan a recordar lo que sigue. 

Soy una sobreviviente más, lo traigo en las venas, como todos los que nacimos de gente hecha de mosto y recelo.

Refugio de inmigrantes que llegaron al Uruguay a finales del siglo XIX y hasta los años 40,más o menos, supo abrazarlos y cuidar de ellos; como una madre nueva.

Eligieron para rearmar sus vidas un barrio pujante y prometedor,  donde se instalaron varios frigoríficos procesadores de carnes que daban trabajo a todo el que lo precisara. 

La gente era de lo más variopinta,  luchadora y de una entereza moral que hacía que se pudiera dormir de puertas abiertas sin que nadie tocara lo ajeno.

Las mujeres incluidas. 

Pero como en todo, siempre hay una excepción.  

Y el Cerro, como se le llamaba comúnmente a la villa; tenía su propio ladrón. 

Allá por el año 1964, empezaron a faltar en los preciosos frentes de las casitas obreras, las canillas, los grifos de bronce.

Todas las casitas eran idénticas:  techos de dos aguas y tejas rojas, dos ventanas con postigos de madera que daban a la calle y un pequeño frente que cada vecino cuidaba haciéndolo único con flores o arbustos y bancas de cemento para disfrutar el sol que entibiaba las tardes después del almuerzo.

Por la mañana temprano , se podía oir el ruido del agua , regando las flores que las señoras cuidaban con esmero; mientras en las cocinas se cocinaban a fuego lento los pucheros más deliciosos del mundo.

Las noches eran silenciosas y nostálgicas. 

Las familias se dormían temprano, cansados del duro trabajo ; recordando cada quien la tierra de donde habían salido. Por eso, no era raro oír algún llanto ahogado o alguna canción en lituano ,en griego o en italiano, que ayudaba a revivir un pasado interrumpido por las bombas y el hambre.

El viento del sur,  anunciaba que el otoño estaba cercano y obligaba a los vecinos a cerrar las ventanas durante las noches . Esa fue la hora elegida por El Peligroso para cometer sus fechorías en las casitas obreras.

Robó durante varias semanas sin que nadie lo viera ni lo oyera, todo un misterio, pues  muchos de ellos estaban acostumbrados a largas vigilias que los obligaron a estar alertas durante la guerra; por lo que ante cualquier ruido saltaban de la cama para atrapar al ladrón. 

Pero nadie vio ni escuchó al sinvergüenza que tenía en vilo a todo el barrio.

Un cómplice arrepentido fue el que dijo que el autor de tales fechorías era un tal «Peligroso», apodado así porque hacía unos años había matado a un hombre que le quitó a su mujer, cortándole el cuello con un abrelatas.

Sabiendo ya quien era, se organizaron turnos para vigilar las calles arboladas y anchas de la villa; e intentar atrapar al canalla.

Una madrugada llovía con fuerza sobre los acogedores techos rojos de las casitas y el temporal  que llegaba desde el Río de la Plata se empeñaba en voltear los sauces de las veredas. Don Etore Piazza que estaba de guardia aquella noche luchaba con el viento para poder transitar sin caer, cosa poco fácil pues el hombre era bastante flaco y pequeño.

Había recorrido algunas cuadras cuando pudo ver una figura agazapada detrás de un arbusto de Retamas. 

– ¡Eaaaa, que hace ahí metido usted ! ¡Venga donde pueda verle!.

El Peligroso muerto más de risa que de miedo, corrió cuesta abajo con su botín de gallinas, canillas y herramientas que vendería en el mercadillo al día siguiente.

Los robos y la angustia de saberse vigilados, duraron dos interminables años.

Los vecinos cansados optaron por sacar los grifos cada noche y volverlos a poner durante el día y  la mayoría de las casas tenía más de un perro guardián,  medida totalmente inútil;  pues el Peligroso les daba abundantes raciones de carne para que lo dejaran trabajar  en paz.

El año 1968 fue un año angustiante. Las huelgas por derechos y salarios fueron el acabose de la buena convivencia y la abundancia de trabajo en el lugar.

Ya nadie podía salir en las noches pues los soldados se llevaban a cualquiera que anduviera en las calles y la Villa del Cerro se transformó en un polvorín sangriento a causa de los obreros muertos que peleaban por mejoras.

Dijeron que uno de los más feroces soldados fue un tal Antonio Benavides alias El Peligroso, uno de los que mató más obreros en las manifestaciones callejeras. 

Pero nunca se supo si éste rumor había sido verdad o un invento de las desconsoladas mentes de tantos inmigrantes.

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