Tarde en la tarde, a esas horas entre el día y la noche, justo en la esquina en la carrera tercera, mi calle, en la que crecí, junto al club VIP, de aspecto moderno y tropical de costa, mi madre me entregaba su teléfono recién pre-pagado con cincuenta mil pesos colombianos. Ella se dirigía calle abajo ya tras aquel beso llamado adiós, a dar sus clases nocturnas en la universidad; yo me dirigía calle arriba a mi edificio, preciosa obra de concreto al final de la cuesta, con su extensa explanada de entrada y escaleras que asemejan las caracolas, con palmeras y flores de primavera, que hacía buena combinación con el edificio de ladrillo vecino con aire brutalista.
Para llegar a mi edificio tenía que caminar por un arcén bien angosto, al lado de casitas antiguas colombianas, que mezclaban por su cercanía a la carretera, el olor de combustible quemado y al de abuela de barrio; casas vacías pero llenas de historias que hacen ruido al pasar por ellas; con pequeños huecos de cerradura en la base para drenar el agua; ventanas de carácter de acero forjado con barandillas que transmiten seguridad; puertas de madera viejas y amarronadas oscuras de buena carpintería; paredes coloreadas de terracota entre salmón, azuladas, verdosas; indescriptibles hogares que están de pie por la nostalgia.
Tenía de aquella 10 años, inocencia y actitud de chico de ciudad (paso rápido y mirada fija). Mi abuela siempre nos llevaba a la acera de enfrente, a comer pollo frito, bonito recuerdo, dos alas de pollo y patatas a la francesa, y bebida, y todo esto por tan solo dos mil quinientos pesos, toda una ganga. Ella me atrapaba la mano, y me llevaba en medio de los agresivos carros hasta el local, donde me ponía a prueba la cabeza, y me pedía cálculos de si pago con este billete, ¿cuánto me devuelven? cuentas que se hacían con olor a tienda de frituras.
Y si no era mi abuela la que me llevaba a esa tienda, sería mi tía la que me ayudaba a cruzar la calle para ir al videoclub, casa misteriosa como si fuera notaría privada. Vestida en ladrillos, con escalones para la entrada, y ventanas cubiertas con plantas y barrotes, y cortinas de mal gusto, como de blanco viejo y oloroso. Podría pasar horas simplemente viendo los títulos de películas, una tras otra, tras otra. O bien intentando curiosear en la habitación secreta, antes de que la tía gritara ¡ahí no sobrino! y así volver con mis ojos a las viejas carátulas de Disney.
Iba cuesta arriba pensando en el qué hacer en casa, echando unos ojos que miran atras de vez en cuando, viendo luces blancas y rojas, y el espejismo de mí ya añorada madre, y fijándome por donde piso, y escondiendo bien, muy bien, el teléfono en mi bolsillo, apretando con fuerza el puño, y pensando ¡qué bien huele el pan de panadería de la esquina! ¡Cuánto daría por poder pillar unos bollos bien calientes! ¡quizás pan de queso! ¡quizas!… Cuando sin preguntar o pedir permiso, el tiempo me detuvo en forma de bicicleta, y segundos antes de ver la entrada de mi edificio, y ahí saludar al portero con alegría infantil, un joven de aspecto a delincuente me cerraba el paso y gentilmente me preguntaba:
– ¿puedo ver ese teléfono tuyo que llevas?
Mi cabeza queda quieta, mis tripas hacen trenzas y mi cuerpo tiembla en silencio.
– Anda, déjeme verle ese teléfono – asomando una navaja que escondía en sus bolsillos.
Le entrego el teléfono y le veo marcharse por la cuesta abajo y desaparecer girando en la esquina. Luego, tras unos quizás más de dos minutos, mis pies consiguen autorización formal del cerebro y emprenden camino de vuelta a casa corriendo, cual coche de carrera, subo veloz las escaleras y voy llorando a mi abuela.
Y ese es mi barrio, mi calle, mi área. El coche de mi abuela saldría todos los fines de semana conmigo a bordo para ir a la casa en el campo, y soñaría viendo a aquel ciclista en aquella esquina mágica donde el pobre desapareció. Cual bonita se pintaba esta esquina al ser no solo la del ladrón sino la de aventuras con mi abuela en su mazda 626 station vagon. Los vecinos y el portero nos verían dejar el edificio conmigo acostado en el maletero, cual perro rubio mirando por la ventana, alegre y risueño. Y si no era la calle previa a las aventuras, era la calle desde donde ir al mercado, o a la papelería, todo siempre girando la misma esquina, incluso para las clases de teatro o al coro, o a practicar artes marciales. Era la calle que me llevaba a la floristería de la familia, donde pasaba mis horas haciendo de niño contable, o la calle donde en su día paseé el perro o compré incontables meriendas. La calle de volver de la escuela a pie, o por la que pasaba mi bus de instituto. Se trata de algo meramente simple, de una calle, que define un barrio, que recuerda a amigos, y principalmente, relatos, momentos, alegrías, miedos, tiempos, buenos tiempos, que ya uno de adulto los aprecia y distingue, y esta dura roca de corazón se hace emocional mirando al viejo niño corriendo calle arriba bajo la luz del colombiano sol.
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