Maté a cientos… niños, ancianos… hasta perros con acento japonés. Algunos solo los hice desaparecer, otros los dejé en coma y otros en punto y aparte. Pero al final todos cayeron en el abismo del desaliento, a medio camino entre la pluma y el papel.
Fue en el taller de escritura donde obtuve la verdadera licencia para matar: ejecuté a mis puntos débiles, ahogué a mi ego y fusilé a mi haragán indisciplinado.
Antes era solo un asesino de personajes carismáticos, ahora mato con propiedad.

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