Y allí estaba, sentado como siempre redactando cartas que no llegarían a su destino, su mirada perdida y su rostro puesto en su libreta dejando que se llenara de tinta y se dibujaran pictogramas que ni él comprendía, entre el ahora rojo de su libreta y el gris del cielo un cilindro metálico rodó, fue allí cuando logró discernir que las hojas se impregnaban de su tinta y cuando la lluvia cesó, su última gota de tinta chocó con el suelo al unísono con la última gota de agua y un casquillo de bala.

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