Después del partido de fútbol Milán-ValenciaC.F., regresé a casa malhumorado. Mi equipo había perdido. Cené poco y decidí acostarme. Besé a mi niño ya dormido, a mi madre y me fui a la cama con mi mujer. Hicimos el amor cayendo rendido. Me levanté temprano porque me enviaron a trabajar veinte días fuera de España.
Les llamaba y últimamente, Margarita no me cogía el teléfono y eso me alarmó, pero quise creer que se le debía haber estropeado el móvil.
Cuando regresé, un vecino enmascarillado me dijo, a distancia, que una ambulancia se había llevado a toda mi familia al Hospital. Aterrorizado, lo asocié con Milán dándome cuenta que le había abierto las puertas de mi hogar al COVID-19. Me sentí culpable.
Llamé al Hospital y amablemente, me informaron que mamá había fallecido, Margarita estaba en la UVI muy grave y mi hijo contagiado.
Entré enloquecido al hospital pero no me dejaron verles, la policía me lo impidió y me multaron por romper el confinamiento, y, desde luego, la multa me importó un pito.
Estaba furioso contra mi puta afición al fútbol y contra el jodido Gobierno que no prohibió el viaje.
El Gobierno y yo éramos los culpable de la muerte de mamá, de la gravedad de mi Margarita y del contagio de mi hijo.
Estuve dando vueltas y vueltas al hospital obsesivamente. La policía me paró de nuevo y me multaron, seguía importándome un pito la multa. Continué bordeando el hospital mirando a sus ventanas intentando adivinar en cuáles podría estar Margarita y mi hijo. Cada vez veía mi futuro más negro y lloré desesperado.
Llamé de nuevo al Hospital. Margarita había empeorado y mi hijo había sido ingresado en la UVI. Tuve un ataque de pánico con un fuerte pinchazo en el pecho. Me mareé y me noté caer al suelo sin conocimiento.
Alguien me despertó y me ofreció la mano para levantarme. Centré mi nublada vista consiguiendo distinguir dos rostros muy queridos, y contento, pregunté:
—¿Mamá, Margarita?—, y viendo mi cuerpo caído en el suelo como un guiñapo, sonreí y las besé.
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