Nunca lo había pensado antes: he sobrevivido al huracán Gilberto, que obligó a cerrar escuelas y lugares de trabajo y limitar las salidas a lo esencial en 1988. Lo más peligroso que ocurrió entonces fue que la venida del agua casi se lleva mi chancla. Y habría ido con ella, pero mi hermana me agarró y jaló consigo, porque mi imprudencia ha sido siempre el exceso de confianza.

Veinte años después, a la influenza AH1N1, que tomó al país por sorpresa, siempre acostumbrados a recibir enfermedades como la gripa española, las fiebres porcinas o las vacas locas.

Y por ahí y por allá, otros dos o tres huracanes que generaron más temor que desastres, y más encierro por precaución -aunque a veces parecía más paranoia- que verdaderos daños.

Ahora, el coronavirus Covid-19. ¿Cuánto tiempo más irá a durar? ¿Cómo podré lidiar con el encierro esta vez, cuando ahora ya no soy niña ni vivo sola, y debo pensar con madurez, siendo que apenas he logrado avanzar contra mi depresión? ¿Cómo, si ahora no me puedo refugiar en las mismas actividades que tenía antes, y en su lugar debo pensar cómo explicarle a una niña que apenas si empieza a hablar? ¿Y cómo entretenerla y educarla cuando nadie sabe qué pasará con la escuela?

Al final, sólo queda seguir adelante, como esa vez que quise cruzar la venida del agua, pero ahora con la experiencia ganada.

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