Mi hijo Matías me pidió que abriese la ventana para escucharos. Fue entonces cuando noté vuestra presencia. Vuestro ocupar las calles vacías. Al principio pensé en eso, en una ocupación. O mejor dicho, en la invasión. En que habíais aprovechado nuestra retirada para anidar en cada rama y en cada hueco de ladrillo. Pensé que estabais celebrando vuestra victoria con esos graznidos y gorjeos amenazantes.

El día anterior un milano real volaba en círculos encima de la piscina de nuestra comunidad. No era la primera vez que le había visto, pues a esta rapaz no le desagradan las ciudades, pero nunca tan cerca. Tan osada. Parecía que quería asom

arse a la ventana. Ver si hay alguna presa disponible ahora que estamos agazapados. Que nos vence la desgana.

Matías mira de un lado a otro por la ventana, buscando. Dentro de poco los pájaros serán acallados por los aplausos de los vecinos, que siguen siendo puntuales, a las ocho, pero cada vez son menos las manos que lo componen. Sin embargo cada día parece que hay más y más pájaros.

Me ha llamado Suso y he aprovechado para contarle lo que le pasa a Matías. Suso es un sabio. Su escuela ha sido la escuela libre de enseñanza. Su aula el campo. Y ahora confinando sigue viajando con sus libros y sus manuscritos.

Suso me ha dicho que Matías tiene razón. Que hay varios estudios científicos publicados al respecto. Las aves de ciudad han tenido que desarrollar un volumen más alto para comunicarse, para hacerse oír por encima del ruido del tráfico.

Ahora no hay tráfico.

Se lo he contado a Matías. Me ha pedido que abra de nuevo la ventana y ha gritado: “pajaritos, no chilléis, que no hace falta”.

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