Clara se levantó tarde la mañana del 16 de mayo. El corazón le pesaba más que cualquier otro día de aquella interminable cuarentena. La pantalla de su móvil mostraba un aviso: 344 mensajes sin leer. Lo apagó y lo dejó tirado sobre las sábanas revueltas. Puso las noticias, más por tener ruido de fondo que por interés real en la misma información de cada día. Mario había hecho café antes de irse al hospital. Se acercó a la ventana con una taza en las manos y los ojos perdidos en el inmenso gris del cielo. El número de contagios y de fallecidos seguía descendiendo. Se veía luz al final del túnel. Pero su túnel estaba cegado. Su túnel era de una oscuridad demoledora, aplastante. Se había jurado que no lloraría aquel día. Un dolor sordo se instaló poco a poco en su garganta, mientras notaba como una pequeña lágrima se descolgaba de sus pestañas. Intentó no pensar en las cajas de regalos que esperaban en el trastero sin abrir. El sabor salado inundó sus labios. Se llevó una mano a su pelo revuelto, que a estas horas habría estado recogido en esa interminable trenza que tanto le gustaba a Mario. Salió a la pequeña terraza y respiró hondo el aire helado. Y entonces sintió un pequeño golpe en la cabeza.
Y otro.
Y un tercero en la cara.
Y necesitó unas cuantas gotas más para comprender lo que sus ojos nublados no le habían dejado ver. Y se dejó acariciar por aquella lluvia torrencial. Extendió los brazos y abrió las palmas de las manos, intentando coger toda el agua que caía sobre Madrid.
Y pensó que aquello se debía parecer a lo que se siente cuando te tiran pétalos, o arroz. Y se acordó del vestido blanco que colgaba escondido en el fondo del armario.
Y corrió a ponérselo.
Le daría una sorpresa a Mario cuando volviese de trabajar. Total, ya no les iba a traer mala suerte.
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