Y cuando los amantes advirtieron de su pronta separación no hicieron más que dedicarse a los actos prohibidos y negados por el Estado en que yacían. Los abrazos más mortales se dieron, así como los besos más caníbales. Sin saberlo, los amantes experimentaban una sensación de hambre: querían comerse al otro, fundirlo, procesarlo, ser uno. Era la soledad inconsolable de las ciudades contemporáneas y la angustia de un futuro desconocido las que denotaban tales actos extraordinarios. Aferrarse al momento; aquella burbuja ajena a la historia del mundo; la protección de la certeza de la existencia de uno y dos; éstas eran las leyes que gobernaban el ahora antes del adiós.
Desde la distancia el amor era un fluido invisible que viajaba entre la infinita red de comunicaciones. A veces era un mensaje, una imagen o un audio. El sentido del tacto, gusto y olfato eran remplazados por la vista y el oído; como si fuera el séptimo arte. Y como suelen decir varios críticos respecto a él: no es más que una ilusión.
Muy pronto los amantes se encontrarían confundidos al despertar del confinamiento como si fuera un sueño. Se darán cuenta que el mundo entero ha hibernado como los osos y recordarán que su tacto se puede extender a otra persona, que la ciudad huele a café, basura y meados. O no recordarán nada, ni siquiera el amor. Entonces los desconocidos tendrán que comenzar otra vez.
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