Estacionó en una parcela del aparcamiento privado de la urbanización; los demás habían dejado sus vehículos en los alrededores. Se liberó del cinturón de seguridad y descendió con calambres en brazos y piernas. Abrió, protegido por la escasa luz de una luna menguante, la reja de entrada de la urbanización. La fábrica había recibido un pedido urgente desde Noruega y la dirección había sido tajante: el lunes tienen que estar entregadas treinta mil toneladas de tubo reforzado en Oslo. Aunque él era un simple mando intermedio su sección, con tan solo treinta operarios, se hallaba al final de la cadena: la más importante. Veintiséis horas ininterrumpidas con un único objetivo, un solo cometido y un mísero algoritmo habían sido suficientes para justificar la decisión tomada. Arropados por la oscuridad de la noche avanzaron hacia la parte trasera del chalet. De uno en uno entraron por el garaje de Matías Foulard, dueño de la empresa. En la puerta dejaron las mascarillas y los guantes.
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