Salí de mi portal, equipado con la mascarilla y los guantes de vinilo. Iba con miedo, para qué negarlo. Me causaba una tremenda e innecesaria desazón el tener que estar pendiente de que nadie se me acercara y tener que marcar continuamente las distancias. Pero… había que hacer la compra, alguien tenía que hacerlo, teniendo en cuenta que mi mujer es persona de riesgo. Así pues, me encaminé al supermercado. Caminé con paso ligero, quería regresar cuanto antes. Por el camino me encontré con nada menos que con tres personas que paseaban tranquilamente por la acera, charlando, como si la situación no fuese con ellos. No me lo podía creer. Intenté no pensar para no cabrearme, y continué mi camino. Llegué a la entrada del súper. Había cola. Tenía delante unas ocho personas, así que no tardaría mucho. Me situé en la cola. Efectivamente, no tuve que esperar demasiado. A los 7 minutos ya estaba dentro. El de seguridad me señaló el gel hidroalcoholico. Me eché un poco sobre los guantes y abrí mi propia bolsa. Me dirigí al primer pasillo, cogí el primer encargo y, al girarme, me encontré con una pareja. Habían acudido a hacer la compra con sus dos retoños. ¡Tócate los huevos!, pensé. Volví a cabrearme. No se puede ser más irresponsable… Seguí mi camino. Me dirigí al pasillo de los congelados y continué echando cosas. En mi periplo me di cuenta de que lo de calcular la distancia de seguridad no es tan fácil cuando vas a la compra, sobre todo cuando alguien quiere coger lo mismo que tú y no sabe bien dónde colocarse para esperar, o bien cuando quieres cambiarte de pasillo y alguien quiere entrar justo por donde vas tú.

Terminé y me dirigí hacia las cajas. Me situé tras una de las líneas amarillas. Había sólo un cliente delante, pagando a la cajera. Ya me tocaba. Me acerqué hacia la caja justo cuando una señora se pasaba la distancia de seguridad por el arco de triunfo, invadiendo “mi terreno”, y haciendo que por poco me estampara contra ella.

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