Esta es la historia de cómo aprendí a valorar lo que de verdad importa. Fue un viernes de finales de marzo. Eran poco más de las 11 de la mañana y la terraza estaba iluminada por un radiante sol de primavera. Parecía una señal divina, un caminito de oro que me conducía irremediablemente al pequeño balcón como mostrándome que ese era el lugar perfecto para, simplemente, pensar. Y menudo pensamiento.
«Valorar lo que de verdad importa», una frase que llegó a mi cabeza como un fogonazo. Significa tantas cosas que uno no es capaz de analizarla sin divagar hasta el extremo. Soy de las que piensan que todo ocurre por una razón y que los hechos que se interponen en nuestra vida, por muy negativos que sean son capaces de hacer mella en nosotros positivamente. La parte dulce de esta historia fue esa reflexión que me trajo cosas tan significativas como un cambio de miras, de actitud, de filosofía vital. La parte negativa… Es digna de ciencia ficción.
Digamos que no estábamos viviendo una situación muy agradable. Un microscópico virus había llegado a España poniendo patas arriba todo el país. Llevábamos exactamente 38 días encerrados en casa. La vida parecía haberse pausado, los días pasaban como si no esperaramos nada de ellos. Realmente no lo hacíamos. La negatividad y el hastío habían llegado a mí y no había manera de desprenderse de ellos.
En esas estábamos cuando empecé a pensar. A pensar de verdad. En mi familia, en la salud, en el apoyo que somos los unos para los otros. En cosas más superfluas como aquellos paseos por el centro de Zaragoza, ese café en mi cafetería favorita, un beso, un abrazo, una sonrisa. Empecé a pensar en lo que de verdad importa y que no podía tener ahora. Cuando volvamos a vernos….
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