Era una preciosa esquina en la calle almendra, ahí siempre reinaba el silencio, que, de pronto fue interrumpido por un golpe al aire que retumbó hasta aquella esquina; mientras tanto, la familia Luna se salvaguardaba en un búnker, la familia llegó al iglú metálico y con tensión hasta en los ojos, sólo esperaron. Semanas y hasta meses de solo existir, José y Abigail, padres de Jesús, Anna y Miguel, sabían muy bien lo que había que hacer en ese caso pero solo había peleas a diario. Luego vino lo peor, Miguel sin pensarlo mucho tomó la tapa de una lata y se rebanó las muñecas durante la noche. Nadie lo hubiera pensado y menos de él; fue cuestión de tiempo para que el cadáver del muchacho dominara en la habitación. Abigail se la pasaba vomitando todo el tiempo, simplemente no paraba hasta parecer moribunda; José era un buen doctor, pero ya no había nada que hacer, perdió casi todos sus alimentos y no sobraba comida en la caja de hierro; no pasó mucho tiempo antes de que Abigail parpadease por ultima vez. Jesús era muy pequeño como para comprender todo y Anna lo suficientemente grande como para saber que esto iba a acabar mal. Con el abominable olor de sus familiares y esa inútil ventilación de la esquina, José decidió intentar abrir la puerta del lugar y sacar los cadáveres. Abrió la puerta después de meses sin haber visto la luz del sol y en un abrir y cerrar de ojos Jesús salió corriendo, subió las escaleras tan rápido como pudo y José trató de ir por el, mientras que, Anna los esperó, por mucho tiempo, bastante para morir de hambre. Los días se convirtieron en meses y la chica solo esperaba, sola y junto al cuerpo de su madre. Un día, alguien tocó la puerta y la abrieron, eran los militares que habían sido enviados a revisar cada búnker, al abrir se toparon con el olor extremo de la putrefacción y a una niña con desnutrición, su piel se quedó pegada a su madre.

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